En el pasillo de un albergue, las vidas de dos mujeres y un hombre de origen hondureño, Iris, Mayron y Edith, se entrecruzaron.
Como las tiras de un petate tejido con palma verde, pero que al paso de los días va secándose, han convivido en un albergue de migrantes en la colonia Rancho Anapra.
Se les notan las noches de espera en la mirada triste, como al petate se le nota lo marchito cuando pierde el verdor.
Pero igual que el amarre de palma entrecruzada, los catrachos tienen el alma fuerte.
La misma historia contada una y mil veces; arribaron a Juárez buscando llegar a los Estados Unidos.
En el camino se quedaron sin dinero por pagarle a traficantes, abogados o policías, y ahora tienen que trabajar para sobrevivir; o, tal vez, sobrevivir para poder trabajar.
Mayron, de 29 años, llegó hace nueve meses, es su segundo intento; se queda en el albergue a cuidar a su hijo de tres años, mientras su esposa sale a trabajar.
Venía de sembrar rambután (fruto originario de la región asiática que se da en climas tropicales), trabajar en la obra o limpiar solares a punta de machete en Buenaventura, departamento Unión, Honduras.
Pobreza extrema y malandros acosándolo a él y a sus hermanos. La misma realidad que en casi toda la región donde hubo dictaduras militares.
“Mejor nos vamos a casa de mi abuela”, pensó, después que le mataron a un amigo a machetazos; pero la casa de la abuela no detuvo el acoso.
En su travesía por México, pasó por Chiapas, San Luis Potosí y Monterrey, hasta que llegó a Reynosa en Tamaulipas.
Ahí también lo estaban esperando delincuentes. Tuvo que huir.
Ahora, ya en Juárez, no puede salir del albergue porque corre el riesgo de ser detenido por la Guardia Nacional, que tiene un retén a pocas calles de distancia.
También está el peligro de ser “cazado” por la delincuencia, que también hay en esta frontera y hace lo mismo que los de Chiapas o los de Reynosa: sacarles dinero a los migrantes, reclutarlos o desparecerlos.
“Allá en Reynosa un amigo le dijo a su familia: ‘ya mándales el dinero’, para que lo cruzaran, pero el coyote solo los meneó (moverlos de un lado a otro) y los dejó tirados en el río”, recuerda Mayron.
Una madre separada de sus hijos, por el sueño americano
Edith, parada frente a él en el mismo pasillo, sí logró que sus hijos llegaran a Estados Unidos, pero de una manera que todavía le duele.
Cuando escuchó a Mayron decir que los traficantes dejaron tirados en el río a otros migrantes, se acordó de su propia travesía.
Ella cruzó por Ojinaga; adolorida por el viaje interminable, ya sentía que llegaba a Presidio, Texas, pero no.
Solo sus hijos, dos jovencitas de 16 y 13 años y un varón de 15, lo lograron.
Los agentes de migración norteamericanos se lo dijeron en un español cortado: «tú no puedes pasar, ellos sí porque son menores».
Las palabras le retumban en la cabeza como martillos, todavía.
Ahora sus hijos viven con su padrastro en alguna ciudad estadounidense, y Edith esboza lo que parece la mueca de una leve sonrisa.
Trata de conformarse con terapia psicológica, mientras no pierde la esperanza de poder alcanzarlos.
A su lado, guarecida con la sombra del mismo pasillo, está Iris escuchando atenta.
Baja de estatura, pálida y trigueña como el petate, delgada como un vejuco, y embarazada de tres meses.
Ella tiene 20 años, pero por su complexión difícilmente aparenta quince. Sus ojos hablan más de su determinación que de su miedo.
Hace dos años estuvo a punto de cruzar la frontera para reunirse con su familia en Estados Unidos, pero el calendario le jugó una mala pasada.
Tres días antes del cruce cumplió los 18, por su edad los agentes migratorios ya no la consideraron menor de edad y fue deportada.
“Yo nunca me había separado de mi familia”, expresa, mientras se acomoda el pelo apenada por la cámara del teléfono.
Nada impidió que hiciera el viaje de nuevo y aquí está en su segundo intento, aunque ahora trae consigo un pasajero más.
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