Junio de 1972. Había un lugar que se llamaba Ciudad Juárez en la frontera con Estados Unidos. Allí vivía un jovencito tímido, solitario y de vestimenta muy sencilla, que trotaba las calles del centro histórico, ajeno a la política, con un mundo sentimental ultra: ese que es de “Amor para amar”.
Tenía una realidad musical propia en su cabeza, que no pasaba por el papel pautado, recogida de los chamacos trotacalles de la avenida Juárez.
De los amores que se cocinaron en los antros de la Ugarte y la Mejía. De la devoción a su mamá…”El más triste recuerdo de Acapulco”.
Yo soy Juan Gabriel
Ese muchacho, lleno de sueños y de un nacionalismo que no pasaba del kilómetro 28 de la Panamericana, quien ya tenía un pie en la fama, se paró en un templete de madera rústica, al centro del gimnasio “Josué Neri Santos” y gritó: ¡Mi nombre es Juan Gabriel! Empezó el concierto.
Sin artificios: ni juego de luces, ni equipo sofisticado de sonido, sólo con el del gimnasio municipal, ubicado en la avenida Mariscal, Juan Gabriel, Juanga, hizo y deshizo con el público con su “No tengo dinero, ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar…” ¿Existe más sinceridad que esto?
En el galerón donde se costalean los rudos contra técnicos, en donde los luchadores gordos y sudorosos libran las batallas del bien y el mal. Juanga, muy serio, muy formal: traje azulmarinado, de corte recto, como de primera comunión, se echó al bolsillo los sentimientos del público.
Probablemente ya de mí te has olvidado. / Y mientras tanto yo te seguiré esperando. /No me he querido ir para ver si algún día, / que tu quieran volver/ me encuentres todavía…”. “No bebas mucho mi amor”, le recomienda serio y cariñoso a un señor bigotón sentado en la primera fila…”No lo deje, señora linda”, se dirige a la pareja de bigotón. Y bigotón se siente cuidado y halagado.
Una canción para cada uno
Todavía esa mañana cuando mi tía me pidió que me preparara para esa tarde-noche para ir al gimnasio Josué Neri Santos y ver al cantante. No sabía bien de qué iba, incluso, en la fila de la taquilla todavía no lo sabía; había visto las portadas de sus discos: un chamaco de rostro finito, de mirada tierna y de cuerpo afilado enfundado en un traje charro que chocaba con mi imaginario cinéfilo a mis 11 años.
Sus canciones ya se difundían, Juanga ya estaba en la fama, aunque todavía no se extendía lo suficiente como para llegar a todos los “estratos”; rolaban en la radiodifusoras, en las taquerías, loncherías, en las viviendas con las amas de casa, incluso en las cantinas en donde los machines podían llorar a gusto sin sentir pena…”Por eso aún estoy en el lugar de siempre…”.
Con los sofocones del verano, picantes, en aquel galerón de piletas de cemento en gayopa, butaquitas de plástico tamaño media-nalga en la parte media y silletas metálicas en el “viaipí”. Juanga se quitó su saco impecable y dejó ver una camisa blanca con una tira de olanes cargado a su derecha.
Esa noche abundaron el amor, decepción, soledad, querer, olvido, divino, todas palabras del rosario sentimental de cualquier persona de a pie, pero que sólo Juan Gabriel podía ensartarlas en una canción y crear o recrear la historia de un simple transeúnte en el ajetreo juarense.
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