(Fotos: Christian Torres/ Video: José Zamora)
Diariamente, entre las 4 y 5 de la mañana, una larga línea humana comienza a formarse en el puente internacional Paso del Norte, no son los usuarios habituales que habitan en esta región fronteriza; es un grupo distinto que llega de manera silenciosa y ordenada.
Hombres, mujeres, niños y adolescentes, se agrupan hasta completar centenas de personas en movilidad que se alinean, en lo que consideran, será la última fila, antes de alcanzar el anhelado sueño americano.
Son los migrantes extranjeros que desde hace semanas permanecen en las calles de Ciudad Juárez, quienes después de varios intentos, por fin lograron conseguir una cita con la aplicación CBP One.
Aunque en su mayoría se trata de gente que proviene de Centro y Sudamérica, también hay personas mexicanas que fueron desplazadas de sus comunidades, la mayoría de ellos por grupos criminales, sitios donde debido al alto grado de violencia e impunidad, se hizo insostenible vivir.
Aún no amanece y a lo largo de la joroba del puente internacional, las personas observan hacia el horizonte, al oriente, donde la claridad del cielo comienza a contrastar con la oscuridad del poniente, en lo que será la inminente aparición del sol.
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Un par de horas antes, algunos de ellos, como María del Rosario Carapia Sánchez, quien como muchos de los que se encuentran formados, permaneció en el Albergue Pan de Vida, mientras se llegaba el día de la cita.
Ella salió de su pueblo, Salvatierra, Guanajuato, por una situación a la que se refiere solamente “como un problema de vida o muerte” y aunque señala que el proceso para lograr su objetivo fue desesperante y estresante, ya está contenta porque la espera bien valió la pena.
“Yo creo que la vida es una oportunidad para cualquiera, entonces si voy a salvar mi vida, es una buena oportunidad”.
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María del Rosario se integra a la fila afuera del puente, en la calle aledaña, donde guardias de seguridad les dan indicaciones y les informan que comenzarán a pasar al cruce internacional a partir de las 6 de la mañana. El silbato del tren suena a lo lejos.
A unos metros de María del Rosario, está Marcela Maldonado, de 21 años, quien viaja con su esposo Kevin Armando Hernández, de 22 años y su pequeño hijo, que cargan en brazos.
Marcela dice que después de un mes de travesía y espera, por fin conseguirán cruzar para conseguir una vida mejor, “es un logro, pero, ante todo, una bendición de Dios”, lo afirma con la fe de quien desconoce que un alto porcentaje de aspirantes son rechazados y deportados a sus lugares de origen por el gobierno estadunidense.
A Marcela pare no importarle eso, ella quiere brindarle una mejor educación y seguridad a su hijo, sus palabras son interrumpidas por el fuerte rugido del tren que ya se escucha cercano.
“Juárez tiene gente buena, las personas acá son muy amables, respetuosas”, asegura, mientras tras de ella, la bestia como se le conoce al ferrocarril, regresa avanzando lentamente de Estados Unidos a México, emitiendo su potente silbado.
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La boca de Marcela guarda silencio, pero en sus ojos se cristalizan lágrimas que no logran salir, en su mirada hay más expresión de emociones que se contienen cuando por su garganta la saliva con dificultad es tragada y pasa pesadamente, como lo hace la bestia a sus espaldas.
Cuando el sonido aminora, Marcela observa de soslayo, conformándose con el sonido de los rieles, para saber que el tren aún sigue ahí y prefiere no voltear, como si se tratase de una extraña medusa que la petrifica por instantes, hasta que logra retomar sus palabras para agradecer al refugio Pan de Vida, por la hospitalidad.
Kevin Armando no puede expresar palabra, su voz se quiebra y solo respira profundo, su turno para avanzar al puente ha llegado.
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Dentro del puente internacional, en la joroba del lado mexicano, cientos de personas aguardan ya el pase hacía los Estados Unidos. Justo en medio del cruce, donde las dos naciones se dividen, personal de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) dan las últimas indicaciones a los aspirantes a recibir asilo.
Son poco más de las 6 de la mañana y la voz de un elemento del CBP es repetitiva y monótona, “atrás de la línea amarilla, atrás”, ordena a la fila de migrantes latinos, “¿habla inglés?” pregunta otra de las agentes encargada de recibir la documentación.
Muchos de los migrantes sostienen en sus manos algunos de sus documentos como el pasaporte, acta de nacimiento y la célula emitida con el CPB One, arriba de ellos, en las astas ondean las banderas de dos países que no son su patria, pero ahora forman parte de su existencia.
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Son las 6:19, el sol comienza a salir, se impone ante las miradas de los migrantes que no dejan de voltear a verle, en silencio, observan el amanecer del 5 día de junio, el último en el que permanecerán en suelo mexicano.
Algunos sostienen la mirada hacia el astro, otros, la bajan un poco hacía el río, donde el reflejo solar es intenso, aunque menos cegador, es la última fila, en la que un par de pasos separan la realidad que vivieron en sus pueblos y el sueño, que frente a ellos abre sus puertas, tal vez a un futuro incierto, pero del que muchos de ellos sostienen, será mejor que la vida que quedó atrás.
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