En la calle Garambullo, en la colonia El Granjero, hay un tramo cercano a la avenida Centeno donde el tiempo simplemente se detuvo.
En ambos lados de la calle hay un cementerio de vehículos de la década de 1950, los 40 e incluso los 30, que parecen esperar por un milagro para volver a circular por las calles y recuperar algo de su gloria de antaño.
A media cuadra, desde el taller “Body Shop 50’s Clásicos de Juárez”, la música oldies (rock and roll en inglés) es el sonido que logra percibirse.
Al frente del lugar, con suma paciencia, Jesús Silvestre “Pili” Pérez Rivas, de 55 años, usa una pequeña lija con la que recorre la carrocería de un Cadillac de 1958 que ha llegado a esta frontera desde la Ciudad de México.
Conducir a alta velocidad o recorrer grandes distancias son cosas que ya no le importan al Pili, porque dice que su vida bien pudiera definirse como la de un piloto que recorrió la autopista del infierno.
Pase 7B
Desde adolescente se dedicó a la carrocería y restauración de automóviles, lo que define como la más grande pasión de su vida, aunque también el desenfreno de su existencia lo hizo recorrer por las rutas del pandillerismo, el homicidio y las drogas, que le hicieron chocar, enviándolo a prisión.
En 1985, un pandillero contrario atacó a pedradas una vivienda de unos amigos donde él estaba y en la lapidación su automóvil favorito quedó dañado.
Al salir a confrontar al rival no midieron las consecuencias y terminaron matándolo a golpes, lo que le llevó junto a otros tres hombres a la cárcel, en la que pasó más de una década preso.
Con el paso del tiempo, sus demonios se incrementaron (al aparecer su adicción a la droga, cocaína y heroína, principalmente).
“Eran los días en los que la juventud era sinónimo de estupidez”, dice Pérez Rivas, y al hacer un recuento mental del horror que vivió, sus ojos miran fijamente a su interlocutor.
En su voz no hay quebranto, sus manos son grandes y callosas y se mueven a cada palabra, como reconstruyendo los daños.
En sus piernas y en los brazos están las cicatrices que dejaron las jeringas con las que se inyectaba heroína, la cual abandonó desde hace ocho años, para recuperar su camino y conducir lento, como siempre quiso, como un “slow rider”.
“Dicen que nada más uno de cada 100 se logra salir de ‘la chiva’(heroína), debo ser uno de esos, ¿por qué se pierde la gente? Porque el malestar se quita con 50 pesos y lo prefieren a un mes de insomnio, vómito y diarrea”, dice.
Mientras medita vuelve su vista a los coches, ese es motor que le hizo andar por nueva cuenta y reconstruirse a sí mismo.
“Nomás estuve una vez en la cárcel, ¡¿eh?! Tampoco soy adicto a esa madre”, menciona.
De entre los fierros oxidados y papeles saca una caja con fotografías de los coches que ha resucitado; algunos se han ido ya a distintas partes de México y Estados Unidos, incluso asegura que uno ya al otro lado del mundo, en Japón.
“Estas madres yo te las hago en chinga y casi no cobro, me divierto, esto era un hobby, pero después yo vendía chicles, porque acabé hecho garras”, comentó.
En la calle del taller al menos hay automóviles traídos de México, Pachuca y Parral, además de los suyos.
“Ahorita todos los carros que ves han llegado hasta aquí de alguna u otra forma, yo no uso internet, ni me gusta el teléfono, pero se corre la voz y me los traen, me siguen mis niños”, dice.
El consentido de sus coches es un Chevrolet Bel Air 1956, el cual reparó hasta dejarlo listo para ser pieza de concursos y exhibiciones.
Los carros, como el trabajo, llegan por la fe que una persona pueda tener, esa es la clave para que las cosas ocurran, afirma.
“La fe como palabra es una madre, son dos letras, pero si la adquieres y necesitas algo, empiezas a tenerla y a darle el valor que tiene”, dijo.
De las carreras al barranco
Silvestre dice haber vivido una infancia difícil, empezó como carrocero a los 15 años, pero también su alcoholismo, que con el paso del tiempo le llevó a la adicción a las drogas.
“Antes, cuando no me drogaba, estaba envenenado por dentro, por mi infancia o por lo que tu quieras, renegaba hasta de mi nombre”, comentó.
Su vida tomó un ritmo vertiginoso: amantes, alcohol, desenfreno y la ira contenida le llevaron a cometer el crimen que lo mantuvo más de una década en la cárcel y al salir, lejos de componer el rumbo, comenzó la etapa de la peor decadencia.
“Una de mis mejores armas fue el miedo, el miedo a caer, a ser golpeado, al llanto… por eso pude sacar adelante mis días, pelearme con dos o tres juntos me da risa, porque no me podía dar llanto, porque no existía eso en mí, no podía ser así”, mencionó.
Como un automóvil que cae a un barranco en una carrera sin frenos, así la vida de Pérez Rivas llegó a tocar fondo.
En sus brazos y piernas están las heridas para recordarle aquella ocasión en la que tuvo que caminar apoyado con un palo en cada mano para poder sostenerse en pie.
“Iba por las vías del tren, caminé hasta el kilómetro 27 y no me levantaban ni las patrullas, ni los camiones de lo mal que me veía, de lo podrido que estaba, tardé como ocho horas en llegar, iba como una momia, vendado…”, recordó.
El proceso de aceptación de su adicción llegó después de aquella caminata, en la que ya sin fuerzas, –casi desvielado–, fue tomado para recuperarse y dejar la adicción y aprender a llorar, a sentir, a valorar, según recordó.
“Cuando le dije a Dios ¿Sabes qué? ahí está la llave de mi carro, de mi alma, choca o haz lo que quieras, yo ya no manejo mi vida y no soy cristiano, ni le voy al América ni a las Chivas, pero no me puedo hacer pendejo con lo que diga su voluntad, me hizo un vehículo súper cargado y le dije ¿Entonces qué, ese? ¡Sobres!”, recordó.
Reconstruirse a fondo, no por encimita
Silvestre clava su vista en uno de los coches oxidados que están afuera esperando de su ingenio para componerlo, se identifica con el vehículo, sabe que esa máquina como él mismo lo hizo, un día volverá a las calles a rodar.
“Ser carrocero es otro pedo, no es nomás darle de martillazos, toda la gente viene aquí porque saben que mi casa no es un taller como otros grandes, y por eso mismo vienen, porque saben que no hay falla”, indicó.
“Ese jale de la droga es un infierno compa, la heroína es vivir en el infierno, en la selva; ser un adicto, es como estar en un cazo de caníbales, pero no hay nadie echando leña ni prendiendo fuego, tú mismo te sales del cazo y buscas el hacha para ir al monte (con el vendedor de droga), te atraviesas a las fieras (los policías) traes buena leña (droga), regresas y te metes al cazo (estar filereándote) y cuando prendes el cerillo a la hoguera es cuando le atinas a la vena, pero eso era a cada rato, sin fin, pero cada vez peor”, expresó.
Hoy en día, Silvestre es invitado a los centros de rehabilitación donde acude a dar testimonio, pero a diferencia de otros que suelen hablar con la Biblia en la mano, él prefiere usar su propio lenguaje.
“Mucha gente piensa que el pasado no importa, pero el pasado es lo que te hizo el presente. A mí, vivir ahorita y que se escuchen balazos no me importa tanto, culero lo que viví, lo que está en mi historia, la experiencia”, dijo.
Para Pérez la clave para encontrarse a sí mismo está en la sencillez y en la aceptación de quién se es, en aprovechar los dones que se tienen y no renegar de quién se es, automáticamente, dice, esta fórmula permite alcanzar un equilibrio.
“Es poco a poco andar en la vida, más poco de lo que la gente se imagina, para disfrutar de lo que sea, porque tengo el derecho a equivocarme como a acertar, hay que pensar qué logro cuando acierto y qué logro cuando me equivoco, hay veces que me hace más daño acertar a mí, primero es lo primero, la tranquilidad emocional en mi mundo, ahorita ya es un slow ride, la clave es ahorrarte el dolor”, aseveró.
En el estéreo del taller, la música del grupo juarense Los Frontera interpreta “Sigo llorando”, Silveste sonríe antes de cuestionar “¿Por qué siempre tengo que escuchar rock and roll y bailar acelerado? Si yo puedo decir que no quiero, hoy le cambio, yo puedo y debo ser el propio DJ (programador de música) de mi vida”, puntualizó.
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