El cuerpo de Judith Galarza Campos es menudito y muestra una fragilidad, que desaparece con la fuerza de su voz, que no es otra cosa que la fuerza de su convicción.
“Nunca voy a aceptar la muerte de mi hermana”, sentencia.
Está en la mesa de su comedor, llena de fotos y documentos de su hermana y de otras personas que desaparecieron.
Son documentos que atestiguan una lucha de 43 años por la aparición de mil 300 detenidos-desaparecidos en México, 30 en el estado de Chihuahua, 15 de ellos de Juárez, entre ellos Leticia, su hermana.
Son los registrados de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (Fedefam), porque aquí cada organización maneja sus propios números.
I. “Al principio solo creía en mi príncipe azul”
“A mí no me gustaba estudiar, ¿para qué?”, comenta Judith de sus años adolescentes. “Me gustaba el baile. Pensaba conseguirme a mi príncipe azul para casarme con él”, agrega la pionera de los derechos humanos.
A diferencia de ella, Leticia –un año mayor que Judith– era muy consciente, responsable y trabajadora. Además, era quien la animaba para continuar sus estudios, luego de graduarse de la escuela primaria Pascual Ortiz Rubio. “Yo te pago la escuela”, le decía.
Juárez y un paraíso llamado Unidad Habitacional Satélite
Josefina Campos González y Benigno Galarza Becerra arribaron a Ciudad Juárez y se asentaron en la Unidad Habitacional Satélite, una colonia conformada por pequeños núcleos de viviendas numerados, lleno de parques sin delimitaciones entre patios y áreas públicas arboladas.
Benigno, ingeniero agrónomo de la Escuela Superior de Agricultura Hermanos Escobar, trabajaba en la Productora Nacional de Semillas. Mientras tanto, su esposa Josefina se dedicaba al trabajo en su casa y sus 13 hijos a la escuela.
“Era un espacio bello, muchos parques. Nosotros vivíamos en la sección 18. El espacio nos permitía un desarrollo armónico, era una buena zona en los 70. Muy libre”, recuerda Judith.
La masacre de estudiantes del 68 era reciente. Después del Jueves de Corpus, otra matanza en el 71, la represión del Estado dictaba las prohibiciones de reunión pública, de manifestación. La democracia era letra muerta. Las elecciones eran una simulación.
Los ángeles que dejaron el paraíso
“Ese aire de libertad del espacio influyó en los vecinos de la Satélite. Todo eso influyó en nosotros. Ahí conocimos el valor de la amistad y la solidaridad”, cuenta la activista.
“Estos valores también se practicaban en casa. Éramos muchos de familia, solo así se sobrevivía. Este ambiente le permitió a Lety adquirir una conciencia revolucionaria”, agrega.
Todos estos niños que se convirtieron en jóvenes adultos ingresaron a la Secundaria Federal para Trabajadores, en donde se politizaron y se unieron al movimiento armado de la Liga Comunista 23 de Septiembre.
“Las familias Arciniega, Quiñones, Balderrama, Montañés, Carrillo, Ávila y los Galarza, muchos de ellos ahora desparecidos, asesinados o convertidos en activistas”, narra Judith.
Rumbo a las armas
El país ardía. El sistema político, impuesto por el PRI, estaba fracturado y solucionaba todo por la vía del asesinato, la desaparición o la cooptación.
“En ese tiempo había una campaña nacional en la que se satanizaba a los estudiantes, maestros, médicos y ferrocarriles que participaban en movimientos sociales”, recuerda Judith.
“Se les acusaba de ser comunistas. Yo no sabía de qué hablaban, decía: ‘Tendrán cuernos, serán unos diablos, muy malos. Se comen a los niños’”, expresa.
Una doble vida
Cuando Lety empezó a trabajar en la colonia Guadalajara formó un círculo de estudio con sus compañeros de la preparatoria Francisco Villa y de su trabajo, en la maquiladora RCA, en el parque Bermúdez.
“Se reunían en la recámara de mi hermana. Analizaban la situación del país. Estudiaban política, filosofía y seguían los movimientos sociales de México y de otros países”, cuenta.
Judith era la única hermana a la que Leticia permitía entrar a su recámara. Un día vio sobre una mesa una maqueta, con trazos de calles, edificios, negocios del centro.
“Mira, es divertido las tareas que les encargan a los muchachos”, pensó.
En realidad era el plan para realizar una de aquellas llamadas “expropiaciones”. Un asalto al Banco de México, ubicado entonces en las avenidas Lerdo y 16 de septiembre.
“Me asusté. Esa noche no dormí de la preocupación”, recuerda la activista.
Otros días encontró ejemplares de la revista Madera, el órgano de difusión de la Liga. Después, una pistola dentro de un cajón.
Aquellos muchachos que se reunían en Satélite habían dado un paso hacia la toma de las armas. Formaron una célula de la guerrilla urbana más importante en el país.
Judith se casó a los 17 años, pero nunca se separó de su hermana. Lety se levantaba a las cinco de la mañana. Iba a la fábrica. Ya no regresaba. Decía que iba a dar clases. Era activista en huelgas, toma de escuelas, el Tecnológico de Juárez, fue una de ellas.
II. Juárez y los hijos de la rebeldía
En 1970 tronó la rebeldía armada en el país. En Juárez empezaron a aparecer consignas en los muros de la ciudad. Se podía leer una gran leyenda cercana a la casa de Judith: “Mueran los explotadores”. Posteriormente, nacieron varias células de la Liga 23 de Septiembre aquí.
Surgieron enfrentamientos armados con las distintas corporaciones, en varias zonas de Juárez, entre ellas la temible Brigada Blanca, cuerpo paramilitar, ilegal, formado por el Ejército mexicano, que hacía labores de inteligencia y tenía como misión el exterminio.
La convulsión social. El choque del Estado contra los muchachos. El temor de la población. Las revueltas armadas en cualquier esquina de Juárez obligaron a “tomar partido” a los fronterizos.
Entre boleros de Los Panchos, de canciones de rock rosita y saludos a los “radioyentes”, en la XLO, el locutor Héctor Noriega Sánchez filtraba mensajes a la gente de Juárez:
“Basta de estar matando a estos jóvenes como si fueran perros. Basta. Tienen el derecho a un juicio si están cometiendo delitos”.
“Con el tiempo le di la razón a mi hermana y a sus compañeros. No había caminos pacíficos para México. Aunque no me uní al movimiento armado, sabía que, como mi hermana, eran muchachos honestos y trabajadores”, afirma Judith.
«Córrele, que te van a matar»
Juárez se hizo pequeña. La Brigada Blanca le pisaba los talones a Lety y no podía estar más en la ciudad. En 1975 se fue a México. Ingresó al movimiento armado clandestino. Judith dejó de verla. La activista tenía ya tres hijos.
Entonces, Rosa Isela Quiñonez, amiga de la infancia en los días paradisiacos de la Unidad Habitacional Satélite, se convirtió en una guerrillera tenaz, que iba y venía entre las líneas de combate, con mensajes entre células. Era el correo de la Liga.
“A través de Rosa Isela intercambiábamos cartas con Lety, que después de leídas eran destruidas”, cuenta Judith.
Javier, el único hermano en la familia, quien trabajaba en la empresa Vidrio Comercial, ubicado en la calle Galeana, cercana al periódico Fronterizo, también estableció un punto de contacto con Lety, vía telefónica.
Manotazo de hierro de la Brigada Blanca
Agosto de 1977. Judith, impaciente, esperaba un timbrazo del teléfono de Vidrio Comercial. Del otro lado de la línea con voz entrecortada, Leticia habló. Lloraba mucho, estaba muy afectada.
“Le pregunté que qué tenía. Nada, pero se atragantaba, pero no quiso decir nada. Esperó unos segundos y soltó de pronto: Me casé y estoy esperando un bebé”, cuenta.
Solo quería llorar en silencio y sentir cercana a su hermana, su “gemela” Judith, así como se decían entre ellas. Lo hizo. Lo hicieron juntas, sin palabras, sin explicaciones. Ese día del 77 fue su último contacto. No se vieron ni se hablaron nunca más. Hasta la fecha.
Ese día mataron a su marido, David Jiménez Sarmiento, de 26 años, uno de los dirigentes más importantes en la estructura de la Liga 23 de Septiembre.
Jiménez Sarmiento dirigió un grupo para secuestrar a la hermana del entonces presidente del país, Margarita López Portillo, el “orgullo de su nepotismo”, así llamaba a la relación José López Portillo. Sin embargo, la acción falló y el guerrillero cayó muerto.
“La señora Sarmiento, madre de David, contó que Leticia se puso muy mal, estaba muy cerca del parto, entonces empezó a exigir que quería ver a la familia”, dice la activista.
Muy peligroso. El Ejército, la Policía Federal y la Brigada Blanca desplegaban operativos violentos, no solo en contra de los guerrilleros sino contra luchadores sociales y la población en general. El Estado mexicano se sentía herido y reaccionaba con muerte.
La última Navidad
Diciembre de 1977. Era Navidad. “La organización tuvo que citar a mis papás a México para que platicaran con ella. Los llevaron a una casa de seguridad, con los ojos vendados. Ahí se vieron.
Convivieron hasta la Navidad y luego regresaron a Juárez. Don Benigno Galarza le tomó una fotografía, embarazada. Tenía una mirada sorprendentemente serena, en medio de los nubarrones de la violencia que se vivían en la época.
Último día con Leticia. Cierto, había alegría navideña, un poco amarga en esa casa clandestina. Rieron de la vida y rompieron a llorar. Se abrazaron. Se reencontraron, pero la luz se iba. Desde entonces la buscan, donde esté, la quieren como se la llevaron, viva.
III. “Lety cayó”
Tiempo después un miembro de la familia Lesprón, militante de la Liga, llegó con una carta anónima en la mano a la casa de la madre de Judith. Sin mayor explicación, le dio la noticia: “Lety cayó”.
¿Caída en combate? ¿Presa? ¿Desaparecida? La carta no fue leída, porque el mensajero tenía órdenes de destruirla, por seguridad. Nunca se supo su contenido.
Apenas días antes, el correo de la Liga, Rosa Isela Quiñones, le había comunicado a Judith el deseo de su hermana Lety de entregar a su hija, recién nacida, a su madre en Juárez. Sabía que los paramilitares estaban muy cerca de ella.
Mientras tanto, Rosa Isela cumplía una misión en la colonia Melchor Ocampo. Caminaba por la avenida López Mateos, cerca del antiguo bar El Chapulín Colorado, cuando un grupo de paramilitares de la Brigada Blanca la mató. También a Diego, su pareja.
La intención de traer a la bebé de Lety a Ciudad Juárez quedó interrumpida. La comunicación entre células también.
Los papeles secretos de la Brigada Blanca
La cacería permanente. En ascenso las desapariciones. Los golpes para partirlos en mil pedazos, hasta no quedar nada. Hasta que nadie pudiera entenderlo, ni atreverse siquiera.
En un reporte escrito por un policía paramilitar, en un documento sin firma, con el sello de la Secretaría de Gobernación, dice: “En las primeras horas del día de hoy, 5 de enero de 1978, se incursionó en el lugar, logrando la captura de Leticia Galarza (a) “Elena” o “Alejandra”.
También se “detuvo a Alejandro Mares Montaño (a) “Carlos”; la primera pertenece a la brigada Margarita Andrade Montaño.
“Fue la última amante del principal dirigente de la Liga Comunista 23 de Septiembre, David Jiménez Sarmiento, con quien procreó una hija que la fecha cuenta con un año de edad”.
Después dice: “En ese domicilio se encontraron múltiples ejemplares del periódico clandestino Madera, en su edición 33, diversos ejemplares de propaganda y siluetas de práctico de tiro”.
Por otro lado, en ese operativo se registraron tres detenidos y tres muertos, a quienes sorprendieron en una tienda de la cadena Gigante, sucursal La Villa, donde se produjo un enfrentamiento.
Un compañero los delató
Un maestro de la Facultad de Química de la UNAM, Guillermo Calderón Aguilera, miembro de la Liga, los delató. En esos días se fue a Estados Unidos a continuar sus estudios de maestría, lo informa la Brigada Blanca.
“Leticia Galarza Campos (a) “Elena” o “Alejandra” dice haber sido reclutada por Rosario Carrillo (a) “Chayo”, en enero de 1975, la misma que paseaba de niña y adolescente en aquel paraíso en Satélite con Leticia y Judith.
Menciona que participó en el asalto de las Oficinas de Telégrafos Nacionales, en la colonia Lindavista, de donde se llevaron 14 mil pesos en efectivo, junto con sus compañeros el Clásico y Pancho.
En el proceso, los medios de comunicación colaboraron en la campaña de satanización, como en la edición de agosto de 1976 del periódico español El País, que en sus notas utilizó frases y palabras para colocar en la hoguera del Estado mexicano a los militantes.
“Traía en jaque a toda la policía federal mexicana”, “enemigo público del país”, “45 asesinatos, robos a bancos y trenes”, “junto con su esposo, tenían una especial aversión hacia los policías” y “dejaron una estela de 35 agentes asesinados”.
IV. En Juárez secuestran, torturan y asesinan
24 de agosto de 1977. El paraíso, lleno de arboledas y alfombras de pasto de la Unidad Habitacional Satélite, se inundó de paramilitares de la Brigada, de policías federales y soldados del Ejército Mexicano.
Patearon puertas, saltaron por las azoteas. Llevan automóviles, patrullas, Jeeps de la milicia. Portan armas largas y se muestran furiosos. Caen a la casa de doña Josefina y la secuestran junto con la mayoría de sus hijos. Don Benigno está en México.
También van por Judith. La acusan de ser correo de la Liga. A su hermana Patricia la secuestran en su trabajo. A Francisco lo perdonan, tenía cáncer y ellos lo sabían.
La vivienda de la madre de Judith, en la calle Mimas 1523 de la colonia Satélite fue saqueada por los paramilitares. Destruyeron varios objetos, muebles, puertas y dañaron los muros.
Las investigaciones de Judith dan hasta algunas de las “casas de seguridad” de la Brigada. Logró dar, con los años, con la casa donde tuvieron secuestrada a su familia, en la calle Juan de la Barrera y avenida Vicente Guerrero #304, cercana al estadio Jaime Canales Lira.
La madre de la activista, con los ojos vendados, reconoció la voz de su vecina, la señora Arciniega, cuya hija también estaba desaparecida. Ahí tenían secuestrada a toda su familia.
Descubrió más domicilios, como el hotel Silvias, refugio de narcos y centro de tortura; otro en Lomas del Rey, en la calle Josefina #6290; uno más en 16 de Septiembre y Gregorio M. Solís #32300; en la Cárcel de Piedra, entre otras viviendas.
La activista que renunció a su Príncipe Azul
Por las noches, en horas de la madrugada, soñó con Leticia. Ella suplicó ayuda. Sufrió. Lloró. La activista se angustió, vivió el infierno. Llegó al IMSS en busca de remediar sus males. «No son físicos, es depresión», le dijo un médico que resultó ser comunista, él la envió al partido.
Fue así como Judith llegó al Partido Comunista Mexicano (PCM 1919-1981), periodo que fluctuó entre la legalidad y el clandestinaje. En Juárez ocupó una oficina en el cuarto piso del actual edificio Centro Joyero, en Francisco Villa y 16 de Septiembre, en el Centro.
A la activista la amenaza del Estado mexicano no la paralizó, al contrario, se nutrió de conciencia social y activó sus capacidades de liderazgo. Temió pero no se escondió, decidió enfrentar a la maquinaria.
Golpeó puertas de corporaciones policiacas, magistrados, encabezó marchas, alzó la voz en mítines. Fundó el Comité Independiente de Chihuahua Pro-defensa de los Derechos Humanos (CICH).
Se vinculó al comité Eureka, liderado por Rosario Ibarra de Piedra, madre de Jesús, militante de la Liga, desaparecido en Monterrey, del que se retira en 1985, por la decisión de la organización de participar en las elecciones presidenciales.
Posteriormente Judith llegó a ser la dirigente de la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos Desaparecidos (Fedefam), con sede en Venezuela, hasta hace unos cuatro años.
V. El parto de aquellas luchas
Su lucha, junto otras desarrolladas en país, lograron que el sistema legislativo y judicial crearan las comisiones de derechos humanos, estatales y federales en los años 90. Posteriormente consiguieron la tipificación del delito de Desaparición forzada.
Llegó hasta la Comisión Nacional de Derechos Humanos, donde le aprenden el expediente CNDH/PDS/90/Chi/N00098 “Caso de la señora Galarza Campos Leticia (a) Elena” y Alejandra. Liga Comunista 23 de Septiembre, brigada Margarita Andrade”.
Fue citada en la CNDH en México y se negó. “No es una, son cientos”, dijo. “Represento a una organización, no soy sola”, repitió. Y se negó a interponer denuncia por la desaparición de su hermana. “Nadie quiere investigar, solo quieren dar carpetazo”. Prefirió esperar.
Logró plasmar en su queja ante la comisión, el reconocimiento del atropello brutal del Estado mexicano en contra de los muchos; contra su hermana Lety y aquellos que vivieron su paraíso de niños en la colonia Satélite.
Después de analizar las evidencias, la CNDH concluyó que en el caso de Lety, “la extinta Dirección Federal de Seguridad y de la Brigada Especial, incurrió en el ejercicio indebido del cargo”.
Que fue detenida “sin contar mandamiento de la autoridad competente”, que la “detención fue arbitraria”, “retenida ilegalmente”, que “no fue puesta a disposición de ningún órgano de justicia, que desde el primer momento “fue sometida a interrogatorios”.
El parto, doloroso de estas luchas dio a luz un hijo: el delito de Desaparición forzada, en su artículo 165 del Código Penal del Estado de Chihuahua.
“Se configura cuando el servidor público que con motivos de sus atribuciones, detenga y mantenga oculta a una o varias personas, o bien, autorice, apoye o consienta que otros lo hagan sin reconocer la existencia de tal privación o niegue información de su paradero”.
A nivel federal se tipificó el 25 de abril de 2001, en artículo 215-A del Código Penal Federal; sin embargo, dejó fuera a las personas que lo apoyaran. Con el tiempo se corrigió.
El otro parto
Cuando doña Rosario Ibarra de Piedra le habló para darle tremenda noticia, a Judith se le retorció el estómago. La madre del guerrillero Álvaro Cartagena, el Guaymas, líder histórico de la Liga, se comunicó con la doña de Eureka.
“Los Sarmiento tiene una niña de cuatro años con ellos”, les dijo. Viajó a México para visitar a un hermano del Guaymas en uno de los reclusorios.
“Sí, la tenemos”, confesó. Había encontrado a su sobrina, aquella bebé que nació en el fragor de la llamada Guerra Sucia.
“Los mismos ojos de su padre. La misma piel morena de mi hermana”, cuenta Judith, estremecida por la emoción.
País de fosas y esperanza
Judith clava la mirada en el lente de la cámara. Por momentos la voz se quiebra un poco, pero está firme y suelta.
“Nunca vamos a hablar de muerte. Nunca vamos a aceptar que ella está muerta. Si nos lo dicen, que digan dónde está su cuerpo y quiénes fueron para llevarlos a juicio y pidan perdón”.
El Estado emprendió una guerra contra la población mexicana. Pretendían exterminar la rebeldía y escarmentar a los mexicanos para que nunca más lo intentaran.
Aparecían los muertos, pretendían desaparecer sus luces y sus frutos, en este país de fosas y de aullidos, de mujeres martirizadas, que regalan esperanza pero no lo saben.
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