Sus clientes le llaman “El Golden” aunque en su fachada no hay rótulo alguno que así lo defina; su presencia pasa casi desapercibida en la calle Francisco Villa (Ferrocarril), pero está allí desde hace más un año, y en sus entrañas se alojan historias de un submundo oscuro que ocurre a plena luz de día: es el único cine porno que existe en la ciudad.
Fue abierto poco tiempo después de que su antecesor, conocido como el Cine Dorado 70, cerrara definitivamente sus puertas en la avenida Lerdo, tras haber funcionado por más de cuatro décadas.
En realidad, El Golden, es un híbrido entre el Dorado 70 y el Premier, aquel cine que se encontraba en la esquina de Vicente Guerrero y Constitución; del primero se llevó la clientela, del segundo, el mobiliario.
El Golden cuenta con sólo 120 asientos y mide poco más de 40 metros de largo por 20 de ancho; es pequeño si se compara con el Dorado 70, donde se alojaban 700 butacas.
Son las dos de la tarde y en la actividad que sobre la calle Francisco Villa, se observa a jóvenes estudiantes apurándose a tomar camiones que los llevan de regreso a casa, hay también trabajadores con sus batas de la empresa esperando los transportes especiales, hay mujeres y hombres que se apresuran a restaurantes cercanos o a alcanzar otro camión que los acerque a su destino.
Hay también otros pasos que andan lentos, sinuosos, de hombres que por momentos se detienen a unos metros de la plaza de toros Alberto Balderas, observan a cada lado de la calle y apresuran su andar para llegar al portal, donde unos barrotes metálicos de más de tres metros de altura sirven de protección para la entrada del Golden.
A la entrada del lugar un pizarrón negro con letras blancas anuncia la doble función para hoy: “Italianas Rellenas” y “Valle de Lujuria 3”; apenas a unos pasos de allí, en un pequeño recibidor que hace las veces de taquilla, una pareja de adultos mayores se encarga de ejercer las funciones propias de los cines de la vieja escuela.
La mujer cobra los 30 pesos de la entrada a la función doble y extiende un viejo boleto verduzco, en el que se lee “Cine Dorado”, y con la mirada invita al cliente a tomar un poco de papel sanitario que se haya al lado derecho del escritorio.
Apenas concluye la operación y el boleto de ingreso es tomado de inmediato por el hombre, quien recorta una parte que deposita en la vieja urna colocada justo al lado de la entrada a la sala y devuelve la parte del boleto que dice “espectador”.
“Que disfrute la función”, dice sonriente el boletero, mientras levanta una polvorosa cortina oscura, permitiendo así que el asistente se adentre en la penumbra.
Al fondo del sitio, una pantalla muestra a una joven rubia en ropa interior roja que apenas intercambia un par de palabras para comenzar a acariciarse y acercarse a un hombre que viste sólo una bata y se encuentra en un sofá.
Para quien ingresa a la sala es imposible adecuar la vista en los primeros minutos, por eso es que de cuando en cuando que se abre la vieja cortina, una fila de nuevos asistentes se colocan en el pasillo, junto a un mural donde algunas estrellas del cine de la época de oro han sido pintados de manera rudimentaria.
Otros de los visitantes, tal vez adecuados a la oscuridad, ora vergonzosos de que alguien detecte su presencia, se introducen dando tumbos en una de las 13 filas de butacas.
Los destellos de luz que surgen de la pantalla permiten ver que entre los presentes, apenas un par de decenas de público, en su mayoría se trata de personas que rondan entre los 30 y los 60 años, la escasa iluminación apenas deja ver sus rostros, transfigurados aún más por la excitación que guardan por la escena que tienen frente a ellos.
En la sala, hay momentos en que el silencio de la proyección permite escuchar otros ruidos, provenientes entre las líneas, hay una especie de zumbido que proviene de las bocinas, un ruido que parece más de una película de suspenso que de un cine erótico.
Entre los silencios y el ruido hay chasquidos, jadeos, respiraciones aceleradas que hacen sentir el miedo en su sentido original, es el momento en el que de manera casi sistemática, como un acto de sonambulismo, algunos de los presentes comienzan a caminar por ambos pasillos, aparentemente en busca de otros lugares para sentarse, van lentos, observando entre fila y fila, forzando la vista, en pos de lugares donde haya visitantes nuevos, solitarios y unirse a ellos.
En las primeras líneas cercanas a la pantalla, hay sujetos que constantemente también se levantan rumbo a los sanitarios, colocados en la parte posterior de donde se proyecta la película.
En las filas de en medio, varios hombres de la tercera edad se restriegan en solitario, ocultan sus rostros, algunos de ellos con sudaderas con capucha; otros llevan gorras y los menos vergonzosos, sólo tienen como protección sus lentes de aumento en los que se refleja la imagen de la rubia amalgamada con el acompañante fortuito.
La sala huele a ceniza de tabaco, a cloro, a pasiones que se desbordan en el anonimato. Entre las sombras de las filas traseras, una mano se desliza y recorre los pantalones de otro más que ahí a acudido a desfogar sus ansias. En el forcejeo, una de las siluetas desaparece de súbito, como si la tierra le hubiera tragado.
En el audio ambiental, los gritos y jadeos de la película se mezclan ya con los de los dueños de las miradas perdidas, en la sala donde no hay mujeres más allá de la actriz que finge un orgasmo interminable y se difumina mientras una nueva escena está por comenzar.
Es la última fila de las 13 que separan o tal vez unen al Golden con el segundo círculo del infierno de Dante Alighieri en La Divina Comedia. Allí, en el rincón más oscuro de la sala, una pareja se entrelaza, se besa, parece que se arranca la ropa.
Son dos cuerpos que sudan, que se arañan, que se entreveran como un ser mitológico en la bruma que deja ver sus dos cabezas y múltiples brazos y después desaparece entre la nada.
Es entonces cuando queda al descubierto en la escena más dantesca, al iniciar el nuevo corte de la filmación en la pantalla hay un haz de luz que permite ver al falso ser mitológico: son dos hombres de entre 30 y 40 años, semidesnudos, sin camisetas y con los pantalones abajo de las rodillas que permanecen de pie y sostienen relaciones intimas. Nadie reclama, ninguno de los presentes se altera, sólo observan ávidos hasta que hay de vuelta un abrazo de la noche ficticia que entrega la pantalla.
Y con esa nueva ficción regresa otra ronda de los amantes solitarios por el pasillo que parece no tener final, hay otra danza de andares zombies, de almas enlutadas que sin pena que transitan entre la realidad de sus deseos; hay también el hiriente haz de luz que logra penetrar desde la cortina de la entrada cuando el hombre que visita por primera vez el cine se aleja sin ganas de mirar atrás. Tras sus pasos, aún se escuchan los gemidos y algunos “tsst, tsst” de los habitantes permanentes de las trece lineas más cercanas del segundo círculo del infierno de Dante.
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