Las herramientas del amo
nunca desmontan la casa del amo
–Audre Lorde
La reforma judicial, que heredó la presidenta Claudia Sheinbaum, fue un acto autoritario e injusto, por parte del otrora presidente Andrés Manuel López Obrador, a pocos días del término de su gobierno, que demerita el inicio del mandato de la presidenta.
Esta reforma, necesaria y urgente, pero no de la forma en la cual se ha llevado a cabo –a toda prisa, de manera inmoral, con base en cohechos, corrupciones y amenazas–, sin tomar en cuenta los aportes del Poder Judicial y de especialistas en la materia, confronta y polariza de manera creciente a la sociedad mexicana. También echa por la borda la trayectoria de profesionistas que hicieron de su proyecto de vida la carrera judicial. Y lo más importante, no garantiza que la ciudadanía acceda a la justicia.
La armazón que construyó AMLO, desde un poder que finalizaba, refleja la preocupación patriarcal por mantener la dominancia en un asunto que bien pudo ser dejado a la presidenta, para que ella lo diseñará, de acuerdo con su visión de país, bajo su perspectiva y sin esta crisis constitucional que obstaculiza su proyecto presidencial: atender a quienes están en el margen de la sociedad. Cuando se aceptan las herramientas heredadas y las perspectivas de otros, que comulgan con ellas, el resultado no es satisfactorio, ya que se privilegian algunas voces y se criminaliza a otras.
En el contexto actual de México, donde la mayoría del poder legislativo y ejecutivo se ha empleado contra el poder judicial —e incluso dentro de este último se le ha atacado sin argumentos, solo con descalificaciones—, destacan las narrativas beligerantes, clasistas y misóginas del expresidente. El chivo expiatorio principal ha sido la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia, Norma Piña, sobre quien recaen todas las críticas. Mientras tanto, su contraparte se presenta como irreprochable e intachable, acumulando elogios y felicitaciones.
Se viven tiempos de oscuridad, con una clase política que ha traicionado los principios con los cuales llegó al poder, prometiendo el respeto a la división de poderes, los ha trastocado por un autoritarismo antidemocrático. En esta misma clase política se conjugan un sinnúmero de personajes (mujeres y hombres), que carecen de la experiencia en los asuntos que el más Alto Tribunal de nuestra nación trabaja para mantener los derechos y las libertades de las personas. Sí, con errores, pero también con muchos aciertos.
El escenario político se ha vaciado de argumentos dialogados para mantener la constante repetición de “frases sagradas”, que hacen las veces de dogmas, irrebatibles, indiscutibles y peligrosos. El eterno monólogo se impone a partir del mantra secular “la voluntad del pueblo”, el cual les confiere un supuesto estado de superioridad moral y absoluta verdad para no escuchar a las y los otros. Bajo esta frase y otras como: “la reforma va”, “el poder judicial es corrupto”, se hacen juicios y se sacan todas las conclusiones. La nueva administración también se ha poblado de personas que saltan inmediatamente de una bancada a otra. Hannah Arendt les llamaría fantochadas de pícaros y tontos.
Estas son las herramientas heredadas, las cuales son limitadas y al ser impuestas y utilizadas, por otras voces patriarcales secundarias, no ofrecen un cambio real. No hay posibilidad de la justicia ante la exclusión, el maltrato, la denostación. No hay posibilidad de construir una relación democrática para toda la nación. La presidenta podría desarticular esta narrativa confrontativa que no llevará al país a una mayor gobernabilidad. La presidenta, quien en su discurso inaugural afirmó: “No llego sola, llegamos todas”, está dejando fuera, de manera diferenciada, sin una interlocución a la primera ministra presidenta, igualmente a juezas y magistradas, quienes históricamente excluidas, han llegado a ocupar los cargos de los cuales se les destituye. Deja fuera a una generación que se ha especializado en derechos humanos de las mujeres. Y las consecuencias serán para miles de mujeres que también son pueblo y sufren la violencia de manera diferente. La presidenta bien podría vincularse desde su abundancia (tiene todo el poder), no desde la carencia de los otros que disputan el poder; y establecer acuerdos entre las diferentes partes.
La dolorosa realidad de la injusticia no la podemos negar, tampoco disimular a través de una narrativa que deja en la desprotección a víctimas y a posibles víctimas. Quien más sufrirá las consecuencias es el pueblo al que supuestamente se trata de brindar el derecho a la justicia. Porque no basta decir que la reforma judicial es parte de un mandato otorgado en las elecciones. Esto de ninguna manera contradice que el pueblo o las víctimas no sepan lo que quieren; sin embargo, es necesaria una reflexión más profunda y pausada, que abandone las herramientas del amo y privilegie un diálogo conciliador y respetuoso de la pluridiversidad de los derechos humanos de las personas.
El país, nuestra casa, no puede seguir desangrándose con los legados –lejanos y recientes– de la injusticia; tampoco recurrir a la narrativa de un pasado elegido a contentillo, como única explicación del sufrimiento social que se vive, ante la imposibilidad de la justicia ante la injusticia.
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