La Revolución Mexicana puede contarse desde muchos lugares, pero hay un punto donde todo se quiebra y se vuelve irreversible. Ese punto está aquí, en esta frontera, donde los Tratados de Ciudad Juárez sellaron el fin del Porfiriato y el nacimiento del México moderno.
Para entender por qué el México moderno nació aquí, hay que volver a caminar esas calles polvosas de mayo de 1911, cuando el viento arrastraba no solo arena del desierto, sino el ruido de los disparos, el olor a pólvora y la certeza de que algo enorme estaba por quebrarse.
Juárez no era una ciudad grande, pero sí un punto estratégico donde el país se jugaba la vida: la puerta hacia Estados Unidos, el final de las vías del ferrocarril, un nodo económico indispensable para el Porfiriato. Por eso, cuando la Revolución se acercó a sus bordes, la capital no supo interpretarlo; el norte llevaba meses ardiendo, la región ya hervía de rumores, tensión y hartazgo.
Los historiadores Friedrich Katz y John Womack coinciden en que el norte era territorio fértil para el levantamiento porque la autoridad central llegaba debilitada, apenas sostenida por un ejército que vigilaba más de lo que protegía.
Katz describe esta región como un espacio donde la inconformidad se volvió fuerza militar antes que en cualquier otra parte del país, y Womack explica que la Revolución, desde sus inicios, tenía raíces distintas en esta zona: menos ceremoniales, más urgentes, profundamente marcadas por el trabajo fronterizo y por la visión de futuro que permite mirar hacia el otro lado del río Bravo.
Es en ese ambiente donde Pascual Orozco y Francisco Villa avanzan hacia Juárez a finales de abril de 1911. Los telegramas recopilados por periódicos como El Paso Herald registran movimientos veloces, casi imposibles de rastrear, mientras el gobierno federal insiste en que la situación está bajo control.
Pero las tropas revolucionarias conocían el terreno mejor que nadie: sabían dónde esconderse, por dónde sorprender, qué calles usar para ganar terreno sin exponerse.
Sabían, sobre todo, que tomar Juárez significaba quebrar simbólicamente al Porfiriato. El régimen podía resistir levantamientos en pueblos aislados, pero no podía permitirse perder la frontera, su vitrina internacional.
El 8 de mayo de 1911 comenzaron los disparos. Las primeras detonaciones se escucharon cerca de la Aduana. Luego, el combate se extendió hacia el centro. Durante tres días, la ciudad fue un laberinto de fuego.
Los corresponsales estadounidenses lo describieron como una escena brutal: casas perforadas por balas, soldados escondidos tras muros de adobe, mujeres que corren con niños en brazos buscando refugio en sótanos improvisados. El Chicago Record-Herald narró que la batalla fue “cercana y feroz”, mientras el New York Times reportó que Juárez fue tomada “cuadra por cuadra, con una determinación que dejó atónitos incluso a los testigos extranjeros”.



Cuando la plaza cayó, el 10 de mayo, no hubo gritos de victoria. Lo que dominó fue el silencio, el polvo suspendido en el aire y la sensación de que el país acaba de cruzar un umbral del que ya no podría volver.
Luis Cabrera, uno de los principales ideólogos de la Revolución, escribió después que la toma de Juárez fue “el golpe psicológico más profundo que sufrió el Porfiriato”. Y tenía razón: no era solo una derrota militar, sino una derrota moral, estratégica, territorial.
Perder Juárez significaba perder la frontera, el comercio, las rutas internacionales y, sobre todo, el relato de estabilidad del régimen.
En medio de un ambiente suspendido comendó la negociación que culminaría once días después.
Una casona junto al río Bravo —identificada en registros de la Sedena como propiedad de Juan S. Hart— fue el escenario del cambio más profundo. No hubo solemnidad, ni mármol, ni protocolos elaborados. Los representantes del gobierno federal llegaron agotados, conscientes de que no tienen margen de maniobra. Los maderistas, por su parte, arribaron fortalecidos, aunque también cargan tensiones internas: Villa y Orozco ya sentían el distanciamiento de Madero.
Aun así, se negocia. Se redacta. Se borra. Se vuelve a escribir.
Finalmente, el 21 de mayo de 1911, poco antes del mediodía, se firmó lo inevitable: los Tratados de Ciudad Juárez. La fuente oficial —incluida en los compendios del Archivo Histórico de la Secretaría de Relaciones Exteriores— confirma los puntos centrales: la renuncia inmediata de Porfirio Díaz; la renuncia del vicepresidente Ramón Corral; la creación de un gobierno provisional; el cese de hostilidades; y la promesa de elecciones. En otras palabras: el fin del viejo país y el comienzo de uno nuevo.
Friedrich Katz lo sintetiza con una frase que resume el peso de estos días: “En Juárez cayó un gobierno; en Juárez comenzó un país distinto”.
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