El mito de Quetzalcóatl es uno de los asuntos más tratados en la dramaturgia mexicana, quizá por cuestiones identitarias, estéticas o históricas, pero lo cierto es que se trata de una de las figuras más fascinantes del mundo prehispánico. Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, es un dios creador, dios civilizador, se le ha equiparado en funciones como las de Prometeo, el titán favorecedor de la humanidad por haberles provisto del fuego, en el caso del dios tolteca y luego mexica, por haber dado el maíz a la gente. Algunas profecías indicaban que Quetzalcóatl iba a regresar porque se había ido por el Oriente, lugar desde el cual volvería; algunos señalan que por eso cuando vinieron los españoles y Cortés principalmente, lo habían confundido con este dios.
Una de las obras que sintetiza muy bien la historia y el mito es Quetzalcóatl (1968), de Luis Josefina Hernández (Ciudad de México, 1928-2023). Hernández fue una escritora y dramaturga de una generación muy importante para el teatro mexicano. Entre su prolífica obra pueden leerse Los frutos caídos (1955), Los palacios desiertos (1963) y Los grandes muertos. En la pieza que nos ocupa, la autora propone en minuciosas didascalias una puesta en escena muy dinámica y sui géneris para mostrar el cambio de la percepción tolteca a la mexica del mito de Quetzalcóatl, de alguna manera hay cierto retroceso civilizatorio que se subraya con el tema de los sacrificios, ya que retoman los sacrificios humanos que el dios había sustituido por animales.
¿Por qué hablo de una propuesta dinámica y sui géneris? Incluso podría decir innovadora, ya que para mostrarnos este conflicto de creencias y de historia prehispánica, la dramaturga propone jugar con las luces para focalizar acciones; en lugar de escenografía tradicional menciona el uso de proyecciones de imágenes, ya sea de templos, representaciones de dioses o de astros; las acciones a veces se desarrollan a partir de danzas; la música que pide no es la tradicional de estas puestas en escena, sino que señala que pueden emplearse las de los grandes maestros universales de la música, sin especificar cuáles, pero podríamos pensar en Beethoven, Vivaldi, Mozart, Bach, Wagner o Tchaikovsky, por ejemplo. La obra dramática de Luisa Josefina Hernández tiene muchos aciertos y vale la pena, aunque sea leerla si no se puede asistir a su representación en el tablado.
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