Durante el juicio de Genaro García Luna, quien fuera calificado como el superpolicía del sexenio calderonista, su defensa intentó vender al jurado la fachada de un ejemplar hombre de familia que había forjado –no sin esfuerzo– un capital a través de ahorros, préstamos y trabajo de manera lícita.
La declaración de culpabilidad, sin embargo, no solo dio al traste con este argumento, sino que reforzó la imagen que ya el imaginario colectivo nacional tenía de quien fue artífice, junto con algunos otros del aparato gubernamental calderonista, de uno de los periodos más sangrientos en la historia del país y de Ciudad Juárez.
El rostro de García Luna fue, junto con el del expresidente Felipe Calderón, el más representativo de la guerra contra el narcotráfico en México, en una época que para nuestra frontera significó ascender a niveles tales de violencia que, por tres años seguidos, la hicieron figurar como la ciudad más violenta del mundo.
Como lo declaró recientemente a Norte Digital el presidente del Consejo Ciudadano Para la Seguridad Pública y la Justicia Penal A.C., José Antonio Ortega Sánchez, aunque es bueno que Juárez haya bajado en el ranking de las ciudades más violentas del planeta, lo preocupante en realidad es que haya regresado y que, en la apertura de 2023, permanezca dentro de las diez primeras.
Máxime que ese ranking se basa, en gran medida, en la cantidad de homicidios dolosos por cada 100 mil habitantes, cuando en números crudos y sin mediar la cantidad poblacional, ahora ocupa realmente el segundo lugar en asesinatos.
Así es. En 2022 alcanzó los mil 34 asesinatos, tan solo por debajo de Tijuana, que arrojó en el mismo año 2 mil 177 muertes violentas.
Pero en los tres años anteriores Juárez figuró como sexto lugar en 2021, con mil 455 asesinatos; como tercer lugar en 2020 con mil 567; y como segundo lugar en 2019 con mil 522 muertes violentas.
Es decir, una media en ese lapso de mil 514.66 homicidios dolosos por año.
Y en 2023, dado el implacable paso que lleva la violencia en los dos primeros meses del año, la fría estadística de muertes violentas pudiera acrecentarse a niveles que estremecen.
Entre 2007 y 2008 la cifra de muertes violentas en esta frontera saltó dramáticamente de 300 casos a casi mil 500, es decir, un incremento del 500 por ciento en la cifra de homicidios dolosos que en los siguientes años reventó hasta que en 2010 rebasó los 3 mil asesinatos.
Los medios locales daban cuenta entonces de un cruento promedio de asesinatos que no bajaba de 15 por día.
En esos años en que García Luna replicaba en la práctica la belicosidad discursiva del entonces presidente Felipe Calderón, medios internacionales, particularmente de Estados Unidos, hacían recuento frecuente de la violencia en Juárez.
Entre otros señalamientos, destacaban la alta incidencia de muertes ocurridas desde la declaración de guerra al narcotráfico, catalogándola como una “guerra civil” que estaba provocando severos efectos sociales y económicos.
Se mencionaba la alta incidencia de muertes y una generalizada desbandada de inversionistas y representantes de la clase política hacia la ciudad de El Paso.
Se decía que, pese a los golpes que estaban representando las detenciones y muertes de varios de los capos más importantes en México, debía considerarse que el diagnóstico era sumamente crudo bajo una verdad muy lamentable: que en realidad “México estaba muy lejos del fin”.
“La muerte sale gratis en Juárez”, “Juárez es el principal campo de batalla de dos bandas del crimen organizado”, “La ciudad más letal”, “Crueldad sin límites” y “La capital del crimen”, eran encabezados de medios de diversos países que en esos largos tres años desnudaban enteramente la visión que de esta frontera tenía la comunidad internacional.
Hoy, los encabezados de medios extranjeros no son tan diferentes, al hablar de Ciudad Juárez como una localidad “sumergida en la inseguridad crónica por narcoviolencia”, “tiradero nacional de muertos”, o un lugar donde “el terrorismo se suma a la ola de violencia en México”, por citar unas cuantas.
El medio alemán “Deutsche Welle” hizo en días pasados referencias a lo que denominó como nuevas alianzas entre los cárteles del narcotráfico que, en conjunto con el aumento del fenómeno migratorio ilegal, han disparado la violencia en Ciudad Juárez, donde –afirma– en promedio se registran 80 homicidios mensuales.
Como botón de muestra, este y diversos medios internacionales destacan cómo el nuevo año comenzó con la sangrienta jornada del 1 de enero, cuando un grupo armado asaltó el Cereso local para liberar al líder mexicle Ernesto Alfredo Piñón de la Cruz, “El Neto”, junto con otros 29 reos evadidos, cobrando la vida de 17 personas, diez de ellos custodios que fueron cobardemente asesinados.
Qué decir del fatídico antecedente que representó la densa tormenta de sucesivas acciones criminales desatada durante el llamado “jueves negro” de agosto de 2022, que cubrió a la ciudad de miedo y dolor, con el saldo de numerosas víctimas inocentes, once de ellas mortales, abatidas “bajo el alevoso acento de las balas”.
A nivel internacional trasciende la existencia en la ciudad de una cruenta guerra por la plaza entre los cárteles de Juárez y de Sinaloa, a la que en los últimos tres años se ha sumado el Cártel Jalisco Nueva Generación, que presuntamente apoya al Cártel de Juárez.
A esta nueva alianza y los reajustes de poder es a lo que muchos atribuyen el renacer de la violencia que, tras la muerte de El Neto, podría generar –especulan– el recrudecimiento de la violencia.
Poco se habla de la situación vivida en los años de mayor terror en esta frontera, por una población infantil conocida como “los hijos de la guerra”, que vivió de cerca los embates de la violencia.
Numerosos testimonios de niños con edades que oscilaban entre los cuatro y los doce años de edad, niños acostumbrados a la violencia y las ejecuciones públicas a un grado que sobrecogería a un ciudadano promedio, fueron recogidos en ese entonces por diversas organizaciones sociales de la ciudad.
Así nació un documento intitulado “Un, dos, tres por mí y por todos mis amigos”, que recopila las voces de niños de Ciudad Juárez que en las condiciones de violencia y de aislamiento prevalecientes en esa época de gran violencia, se perdían en el simple anonimato, pero cobrando enorme trascendencia al ser escuchadas de manera conjunta.
Esos niños, muchos de los cuales crecieron con resentimiento –y tal vez con una oculta sed de venganza– desarrollaron mecanismos de defensa que los han hecho crecer viendo la muerte con una naturalidad que indudablemente –según representantes de la organización civil como Siliva Lomelí, representante del Centro Familiar para la Integración y Crecimiento A.C. (CFIC)– en muchos casos ha repercutido negativamente en la edad adulta.
Para el exdirector de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, Emilio Álvarez Icaza, resultaba una sorpresa preocupante que en Juárez existiera el verbo «sicariar», como si se tratara de un oficio que cualquier ciudadano pudiera ejercer para ganar el sustento.
Un verbo incrustado en el lenguaje de muchos jóvenes –incluso niños– que en su plan de vida, en muchos casos parecen ver como más atractivo ser narco que ser empresario y que, sí, se observa y se escucha actualmente en Juárez.
Ciudad Juárez es, en resumen, una comunidad enferma de violentitis crónica, una ciudad que es vista como el claro reflejo del fracaso oficial de las medidas tendientes a enfrentar la violencia que promueve el crimen organizado.
Un espacio de guerra criminal donde los ajustes de cuentas están a la orden del día con impredecibles pero notorios “efectos colaterales” para la población no involucrada en el crimen.
Si creíamos que atrás habían quedado esos dolorosos años de estrellado pero sangriento cielo nocturno, cuando Juárez lucía como auténtica ciudad fantasma, tan solo recorrida por el incesante deambular de la metralla, la realidad actual parece abofetear acremente el optimismo que alimenta tal idea.
Esta es la cruda realidad de un presente con heridas tan abiertas como las que Juárez lucía más de una década atrás.