Los dos extremos de la vida coincidieron: un bebé de tres meses y un anciano de 78 años, transportados hoy por el mismo vehículo fúnebre, hasta el cementerio municipal San Rafael, fueron sepultados uno al lado del otro.
Con un clima descontrolado, con caída esporádica de lluvia, aguanieve y por momentos granizo, en soledad y con frío bajo cero, los dos bajaron a la tierra para terminar en las tumbas 107 y 108, de la segunda área adicional para los fallecidos por Covid-19.
Son 108 personas que murieron por causa del Coronavirus, en poco más de 25 días, tiempo en que la pandemia desató una segunda oleada de contagios, con una mayor aceleración, más violenta y que se mantiene igual hasta este día.
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“La verdad es que son pocos los enterrados aquí”, dice Martín Escárcega, agente de la funeraria Ramírez, cuyo negocio anidó en el segmento de la población con menos recursos, «cuyos cuerpos terminan aquí”, advierte.
La contabilización de la tragedia se hace difícil, porque el área Covid en el panteón San Rafael, ubicado en el kilómetro 28 de la carretera Panamericana, se abrió dos meses después que inició la pandemia.
Antes de este tiempo, los cuerpos eran inhumados entre las tumbas comunes, incluso, sin ninguna medida sanitaria, señala el agente funerario, que espera que los empleados del camposanto descarguen los cuerpos.
‘Nada más a los pobres los entierran’
Al adulto lo depositaron en la fosa 108, la última de la zona Covid, en presencia de tres familiares, entumecidos por el frío, callados y sin ninguna ceremonia religiosa, apurados por empleados del lugar, por el casi agotamiento de sus 10 minutos autorizados.
Paladas de tierra y de piedras calizas, cayeron sobre el féretro, mientras al fondo, varios lengüetazos de humo se dispersaban por el cielo, salidos de los hornos crematorios a metros del cementerio.
“A la mayoría de los muertos por Covid-19 los incineran. Aquí vienen dar solo los más pobres, los que entierran por cuatro mil pesos, si es que no es gratis, porque el Municipio condona casi todos los servicios”, cuenta el agente funerario.
“Así llegaron el viejito y el bebé. Yo nomás iba por el mayor, pero en el seguro me dijeron que me llevara al niño de pasada. No había ningún familiar que lo acompañara”, explica Escárcega, ya familiarizado con el trato con la muerte.
Los cortejos de los carros fúnebres hacían fila a un lado de la puerta el cementerio, en espera de que salieran los familiares del deudo inhumado, en una especie de carrusel que tardaba 10 minutos en girar.
En lo que regresaban a la puerta los enterradores, con sus herramientas sobre el hombro, entraba otra carroza más al área confinada, mientras que un grupo de trabajadores se afanaba a abrir más fosas para una tercera sección, desierto adentro, cada vez más dentro.
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