El flujo de migrantes hacia esta frontera parece no tener fin. Desde hace un mes extranjeros, en su mayoría provenientes de Venezuela, llegan a bordo del tren, en camiones o en autos particulares hacia los alrededores de la puerta 36.

Adultos con niños en los hombros caminan bajo los rayos de un sol fronterizo que se niega a darle paso al otoño, mientras la temperatura marca 29 grados centígrados.

Una menor, en hombros de su padre, parece haber olvidado los casi 5 mil de kilómetros de distancia que ha recorrido desde su natal Venezuela. Ahora sonríe, quizá, porque sabe que están a punto de alcanzar el sueño americano, la caricia del tío Sam.

En este grupo, como puede, un joven con un rompevientos rojo se apoya sobre un par de muletas. Se le nota cansado, con la piel quemada por el sol de varias semanas, pero no cesa en su lucha.

Mientras diferentes grupos de indocumentados avanzan entre la maleza y el bullicio de otros viajeros, varias unidades del Instituto Nacional de Migración (INM) están sobre le bordo del río. Traen el logo del Gobierno de México.

Caminar en muletas entre basura y desechos no es fácil, aunque eso parece no ser un impedimento para la mayoría de quienes pernoctan bajo improvisadas casas de campaña.


El joven de las muletas avanza lento, zigzagueante, con la mirada fija en la tierra sobre la que camina.

Están a diez metros de la puerta 36 y se preparan para cruzar por algún espacio cubierto con alambrada y púas.

Un hombre toma con sus manos las púas, sin importarle que puede cortarse. Observa a los militares estadounidenses que caminan del otro lado.

Un perro negro los sigue, como si los conociera de siempre y quisiera cruzar junto a los humanos la amenazante barrera fronteriza.

Desde el lado mexicano una familia avanza. Sus integrantes se hicieron un doblez en el pantalón para evitar mojarse.

Cuando huyen de un país en el que ya no se puede vivir, han contado algunos indocumentados, no importa si te cortas la espalda o las manos, pero hay que cruzar.

Los elementos del INM dejan de “invitar” a los migrantes a que no pasen, cuando llegan reporteros a la zona.

Quienes ya lograron su objetivo, levantan los brazos en señal de victoria o enseñan los colores de la bandera venezolana. A los soldados estadounidenses no les queda otra que agachar la mirada y caminar junto a ellos rumbo a la fila que está a un lado del muro.
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