Ciudad Juárez dejó de ser una ciudad: es un embotellamiento interminable en el que reinan los claxonazos, ansiedad y frustración contenida. Cada mañana, miles de personas se levantan una horas antes solo para entrar en una trampa de tráfico que no avanza. Las tardes, al volver a casa, se volvieron más cansadas, más irritadas.

Las banquetas prácticamente no existen o están ocupadas por autos estacionados. Las ciclovías, donde las hay, son rutas fantasma. El peatón no es parte del diseño urbano. Caminar en Juárez es exponerse. Pedalear es un acto temerario. Solo el que tiene carro se mueve; el que no, sobrevive.

Pero el coche tampoco es garantía de nada. Más de un millón de unidades pelean espacio en avenidas rotas, con semáforos fuera de tiempo y baches como trampas de guerra. Los accidentes se cuentan por miles: 6 mil al año, 259 muertos desde 2022.

Las aseguradoras ya no se dan abasto, los peritajes se retrasan, los expedientes se congelan. Si no llegas al choque, llegas al corralón, o peor, a la Fiscalía. Con suerte, regresas a casa. Con menos suerte, acabas pagando por algo que no hiciste.

Y mientras todo eso ocurre, los ánimos explotan. Conductores bajan del auto gritando. Hombres se golpean en medio de los carros. La ciudad se está descomponiendo: no solo en sus calles, sino en su gente.

Juárez no fluye. Se satura, se calienta, se violenta. La movilidad dejó de ser un derecho y se convirtió en una pesadilla cotidiana. Un círculo de impotencia donde nadie gana: ni el que maneja, ni el que camina, ni el que espera.