Hace ya una buena cantidad de años murió un hermano a causa de peritonitis. Ya tenía un padecimiento estomacal de nacimiento que le dificultaba tener una digestión normal y en determinados momentos su tránsito estomacal era muy lento. Un 15 de mayo, día de asueto, se fue al parque después de haber desayunado, aquello fue motivo para que su intestino grueso se tapara.
El 16 de mayo mi hermano amaneció con dolor de estómago, apenas tenía 12 años. Era muy común que eso sucediera. Para esas ocasiones mi madre le hacía té de yerbabuena que por aquel entonces crecía en el jardín de la casa.
Mi madre, fiel a su trabajo, esa mañana salió despreocupada a sus labores cotidianas, ya que sabía que esa molestia desaparecería. En la casa había otros hermanos más grandes que se ocupaban de los quehaceres y de la alimentación y cuidado de los más chicos; no había de otra, los más grandes ocuparon el lugar del padre, ya que jamás se supo de él.
Mi familia creció al amparo de los dólares que mi madre llevó a casa; trabajó durante muchos años en El Paso, cruzó el río como indocumentada y eso lo hacía hasta tres veces por semana. Tenía un compromiso con su fuente de empleo, y por ende con las casas que limpiaba y no le gustaba faltar, incluso, eso representaba los únicos ingresos.
Al regreso de sus compromisos en El Paso, mi madre se dio cuenta de que su hijo seguía enfermo, sin embargo, el chamaco argumentaba que se sentía mejor, a eso de las 11 de la noche murió. El drama en casa fue de locos, mi madre tuvo que ser sedada porque el dolor la rebasó. Nunca olvidaré los gritos, y la forma en que se agarraba de las cosas para no caer. Sus ojos eran una ventana de dolor, angustia, incluso culpa. Tardó muchos años en recuperarse, no sé cuántos, pero no dejaba de asistir al panteón.
Perder a un hijo no tiene nombre, no hay forma de ponerle una etiqueta a una madre o padre que se queda sin su hijo o hija. Lo vi de cerca, pero solo un padre de familia sabe el nivel y el sabor amargo de ese dolor. Las madres buscadoras no pueden estar equivocadas, ellas nunca van a estar en paz si no encuentran a sus hijos, el duelo las va a acompañar mientras vivan.
El presidente AMLO nos ha dado una cátedra de estoicismo, pues el perder un hijo, no es cosa mayor, lo magnificaron sus oponentes. Todo lo anómalo que sucede en el país es para llevarle la contraria, y los que no perciben el mundo como él, son conservadores, traidores a la patria, neoliberales. En Paraíso, Tabasco, es asesinado un niño y el argumento del presidente fue:
“Aunque se enojen, como estamos en temporada electoral y todo lo que sea para perjudicarme a mí, más que es mi estado, pues los corruptos están muy enojados, magnifican mucho todo”. Lo anterior lo dijo con su clásico esbozo de sonrisita en la que siempre se envuelve el mandatario, victimizándose, haciendo que todo el mundo gire en torno a su persona, en donde él es ombligo de la nación, nada hay más importante que su gobierno. En su estúpida megalomanía, atisba a la nación con una ráfaga de verborrea en donde él cree que México entero está esperando la unción de sus palabras.
En el caso del niño balaceado, no importan la madre o el padre que se quedaron sin un hijo, o cómo fue, por qué fue. Lo que importa es el presidente y su estilo de gobernar, que no le manchen su trayectoria, que los comunicadores no digan que abunda la inseguridad, porque son politiquerías por la temporada electoral. No es la primera, ni la segunda ocasión en la que el presidente se asume como víctima.
No hay nada que temer, al cabo no hay más violencia, solo más homicidios…
*Los comentarios del autor son responsabilidad suya y no necesariamente reflejan la visión del medio.