Hace unos días, en el programa de radio que hacemos mi compañero, Lic. Ramón Ortíz y quien escribe, comentamos el alto costo de la carne en el mercado local.
“¿Por qué crees que sea, Daniel?”, me preguntaba.
Le di algunas razones de mercado, pero no quedé satisfecho, más porque mi esposa, Elizabeth, ese mismo día me comentó lo mismo. Entonces me puse a investigar.
Y lo que encontré no es para abrir apetito. El kilo de rib eye ya alcanzó la descabellada cifra de mil 150 pesos en Juárez. No es broma ni cifra inflada: está ahí, colgado en tablillas de carnicerías de cortes premium. En tiendas de mayoreo, la carne para asar —esa de diario, la de las parrilladas humildes— ronda los 154 pesos. Y en carnicerías del Centro, los tablajeros admiten un aumento promedio del 10 por ciento en apenas ocho meses.
Con esos números, la pregunta es obvia: ¿por qué la carne sube si tenemos más de 600 mil cabezas de ganado varadas en el país que no han podido cruzar a Estados Unidos? En teoría debería abaratarse. Pero no. La realidad es más cruel que el cuchillo del carnicero.
El ganadero gasta más en alimentar al hato porque la sequía devoró pasturas desde hace tres años. La demanda no cede, porque las familias que pueden, siguen comprando. El precio de la carne en Estados Unidos también sube y nos arrastra. Y lo más simpático —por no decir descarado— es que unos cuantos grandes distribuidores fijan los precios sin rubor, como si Juárez entero dependiera de sus antojos. Al final, el consumidor paga más. Siempre.
Algunos dicen: “Pues cambien la proteína, hombre. ¡Huevos o almendras!”. Buena ocurrencia: los huevos no son malos, pero, ¿cuántos habría que comer para sustituir un kilo de carne? Y las almendras… con su precio importado, parecen broma cruel.
La otra salida: hacerse vegetariano. Bonito plan, salvo que el vegetariano promedio no es precisamente el modelo de vigor que Juárez necesita. “Eso no nos pone de muy buen color”, diría mi abuela. Y la ironía se vuelve amarga cuando pensamos que la carne, en una ciudad de frontera, símbolo de reunión y resistencia, se esté volviendo lujo de aparador.
Ahora; lo verdaderamente grave es que las familias juarenses de menores ingresos ya están reduciendo su consumo de carne. Cambian bistec por vísceras, res por cerdo, o de plano por embutidos que llenan, pero no nutren. Los restaurantes suben precios y pierden clientes. Y la inflación en cadena se nota hasta en el burrito de la esquina, en la torta de la lonchera y en el menudo de los domingos.
Todo esto no es solo un problema de pesos y centavos. Es un problema de dignidad. Porque una sociedad que empieza a ver la carne como un lujo, está reconociendo que la mesa se empobrece.
¿Soluciones? Las de siempre: apoyar al ganadero, regular a los intermediarios, diversificar la dieta. Lo que no podemos hacer es acostumbrarnos. Porque si seguimos este camino, en Juárez la pregunta ya no será “¿qué corte compramos?”, sino, “¿cuántos huevos alcanzan para toda la semana?”. Y no, eso no es ironía. Eso es la realidad que nos están cocinando y también, el Meollo del Asunto.
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