La política mexicana tiene un curioso talento: cuando el pueblo marcha, el Gobierno también marcha… pero para otro lado. Es una coreografía involuntaria que, lejos de armonizar, evidencia el descompás entre el ánimo social y el ánimo oficial. Eso es exactamente lo que estamos viendo con la marcha convocada por Claudia Sheinbaum para el próximo 6 de diciembre: la llamada “Marcha del Tigre”.
Una reacción. Un reflejo. Un viejo truco. Y, claro, una negación pública de que sea una reacción.
Porque el 15N —esa protesta inesperada, juvenil, sin acarreo ni estructuras partidistas— puso nervioso al régimen. Jóvenes que no fueron por una torta o una camiseta, sino por hartazgo puro y duro. Jóvenes que no toleraron el guion, las mañaneras, ni el intento de minimizar su voz. Y la respuesta del Gobierno fue lo de siempre: hacer lo contrario… pero más grande, más ruidoso y más “pueblo”.
No es nuevo. Es nomás la reedición del manual lopezobradorista: “Si protestan contra mí, convoco una más grande. Si me critican, digo que son minoría. Si marchan por libertad, yo marcho por lealtad.”
Y Sheinbaum, heredera fiel, desempolvó el viejo libreto.
Una marcha para “celebrar” lo que no está pasando
Dijo la presidenta que la “Marcha del Tigre” servirá para festejar siete años de transformación. A eso se le llama, en filosofía política, celebrar la idea en vez de la realidad. Es como brindar por la salud mientras uno sigue con 40 grados de fiebre.
Mientras tanto:
– La inseguridad sigue sin ceder.
– La economía avanza cojeando del mismo pie.
– La polarización es ya deporte nacional.
– Y las protestas juveniles muestran que hay generaciones enteras que no compran el discurso oficial.
Pero el oficialismo prefiere la foto gigante en el Zócalo. La presencia física sustituye resultados. La masa sustituye gobernanza. El aplauso sustituye evaluación.
Esa es la intención: legitimar con multitud lo que no pueden sostener con hechos.
Un espejo que no les gustó
La protesta del 15N mostró algo que sí les preocupa: jóvenes sin miedo, sin capucha, sin acarreo, diciendo en voz alta lo que millones dicen en voz baja. Ese tipo de protesta no se compra, no se negocia y no se revienta. Y como no pudieron descalificarla —porque era demasiado evidente que no eran “conservadores”, “fifís” ni “enemigos de la patria”— optaron por el antídoto clásico: otra marcha… pero oficial.
La idea, por absurda que suene, es vender la narrativa de siempre: “Ellos son minoría. Nosotros somos el pueblo.”
Aunque el “pueblo” llegue en camiones pagados.
Lo que revela esta marcha
Más allá del ruido, esta convocatoria revela tres cosas:
1. Que el Gobierno está a la defensiva.
2. Que Morena sigue dependiendo del músculo, no del cerebro.
3. Que Sheinbaum está repitiendo la fórmula de AMLO, pero sin su carisma.
El riesgo de jugar al “pueblo bueno” vs. “pueblo malo”
El cálculo oficial es simple: si ellos se manifiestan, también nosotros.
Pero esta lógica infantil tiene un costo democrático enorme:
– Reduce la protesta ciudadana a un juego de números.
– Deslegitima el derecho a disentir.
– Polariza aún más a una sociedad ya harta de pleitos.
– Normaliza el uso del Estado como operador político.
Y es peligrosísimo, porque sienta un precedente: cuando la crítica pega, se responde con propaganda masiva.
El fondo del asunto
No nos engañemos. La “Marcha del Tigre” no es celebración. Es contención.
No es fiesta. Es control.
No es orgullo nacional. Es un espejo que el gobierno intenta colocar frente al país para que se vea “bonito”, mientras la realidad se cuela por todas partes.
La presidenta puede negar que sea reacción al 15N. Pero en política, como en la vida, lo que se niega con tanta fuerza… suele ser cierto.
Y aquí lo evidente es que el rugido del “tigre” es, en realidad, un maullido nervioso.
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