El inicio formal de las campañas llega con el herraje indeleble de la violencia y el crimen. El banderazo del 1 de marzo ha sido marcado no solo por el asesinato de una docena de políticos que se perfilaban con una candidatura, o por el vínculo de muchas figuras ligadas a organizaciones delictivas que han quedado dentro del proceso. Lo está, sobre todo, por el inicio de la guerra de propaganda que insiste en relacionar al presidente López Obrador con el narco a partir de filtraciones de la DEA, sin que exista evidencia medianamente comprometedora.
La Agencia antidrogas de los Estados Unidos cuenta un largo historial de operaciones en América Latina que le han valido acusaciones por interferir en asuntos nacionales y operar fuera de los acuerdos establecidos con los Gobiernos. En ello reposa no solo la crítica, sino la decisión del mandatario mexicano para establecer nuevos límites a su presencia dentro del país, y reorientar la política de colaboración bilateral contra la delincuencia organizada a partir de la cancelación de la Iniciativa Mérida, que a los ojos del presidente centraba sus actuaciones en el ataque frontal hacia los cárteles de la droga y no en atender las causas.
Pero acotar el ataque mediático a una suerte de venganza de la DEA o de algunos de sus agentes y directivos, impediría dimensionar lo que realmente hay detrás. López Obrador –lo hemos dicho antes– afectó intereses enormes al retrasar o revertir una cadena empresarial que se aprestaba a tomar el país para expandir su extractivismo y detonar megaestructuras tras la reforma energética que concluyó el Gobierno de Enrique Peña Nieto, tras adecuaciones constitucionales y ejercicios prácticos consumados por sus antecesores, desde por lo menos mediados de la década de 1980.
La implementación de lo que el presidente llama la “Cuarta Transformación”, tampoco pasa únicamente por el desmantelamiento de buena parte de lo construido por casi cuatro décadas. Bajo el manto que él mismo se ha colocado, el de una moral por encima de la ley, ha desafiado al estamento político que llevó al país a la descomposición y a la pobreza de más de la mitad de su población, y lo ha hecho con sorna. Con ello ha puesto rostro, nombre y apellido a quienes señala como propagandistas de esa élite, y bajo pretexto de que en su cruzada hay que destapar a los hipócritas ventila información privada y protegida por precepto legal.
Con la misma dimensión discursiva ha encarado también a políticos estadounidenses y organismos internacionales, sean políticos, financieros o de derechos humanos. El mismo calificativo que despacha a los nacionales, endilga a los “conservadores” al otro lado de la frontera. Proclama que México no es colonia de nadie y que tiene en él, a un presidente con respaldo del pueblo, con dignidad y estatura política para no dejarse ningunear ni someterse a los intereses de los grandes capitales. Desde luego existen cambios sustanciales, y muy pocos pueden negar buena parte de sus críticas. Pero el país dista mucho de ser lo que afirma en cada mañanera.
El presidente suele espetar frases tan falsas como las que señala a sus antecesores. Lo hace al sostener que México es un país más seguro que Estados Unidos. O que hay cero corrupción y cero impunidad. Es comprensible que lo diga para establecer distancia respecto a sus oponentes, pero como miente, irrespeta, y quienes se sientes ofendidos por sus palabras también reciben etiqueta de aspiracionistas y conservadores. Él mismo se ha encargado, por estrategia o convencimiento, de profundizar la discordia ciudadana, y esa parte social en desacuerdo no ha hecho sino hacer de sus emociones el molde preciso para dar cabida a la guerra adversa de la que hoy es sujeto López Obrador.
Las campañas de cara a junio tienen entonces un marco oscuro y denso. Del bloque opositor no puede esperarse sino la insistencia en el fracaso del modelo de seguridad de este Gobierno, algo que se explica por sus nexos y compromisos con “los cárteles de la droga”, tal y como lo insinúan los trabajos de medios que gozan de gran prestigio, como ProPublica, Insigth Crimen, DW o The New Yor Times. Todos con filtraciones de la DEA. Una bandera, no sobra decir, que no le queda enarbolar ni al PAN, ni al PRI ni al PRD, justo porque con ellos se generó el modelo criminal que agobia al país.
A Claudia Sheinbaum la ventaja que lleva sobre Xóchitl Gálvez probablemente le alcance para hacer esgrima e intentar fijar ideas concretas sobre cómo piensa contrarrestar la barbarie. El problema radica en las alianzas que tejió con personajes oscuros, forjados justo en las plataformas de los partidos del bloque opositor. ¿Alcanza entonces con enlodar el nombre de López Obrador para cambiar los pronósticos electorales? La mayoría de los analistas opina que no. Por ello cabe preguntar si esta campaña, más allá del desprestigio, sienta las bases para un caos real.
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