Marco Rubio vino a México a dejar claro quién manda en la mesa, aunque nos quieran vender la foto de cordialidad. Se habló de cooperación “histórica” y de una “ruta bien definida”. Palabras que, en el lenguaje diplomático, son como esas cortinas de humo que se ponen para no asfixiar al invitado con la verdad cruda.
Los mensajes subliminales fueron evidentes: México y Estados Unidos no solo comparten frontera, sino problemas. Y, según Rubio, inseparables. Traducción: Washington ve en la violencia y el narco de México una amenaza directa a su seguridad nacional. Y cuando el vecino rico siente que su seguridad está en juego, la “cooperación” significa: tú pones los muertos y yo marco la ruta.
Rubio incluso se dio el lujo de reconocer que en su propio país las armas circulan como dulces y que también tienen ciudades “peligrosísimas”. Una autocrítica light, para suavizar el sermón, pero que al final legitima el control que buscan imponer.
Los tres ejes quedaron definidos sin firma ni tratado, solo con un comunicado: combate a los cárteles y sus finanzas; seguridad fronteriza contra túneles, armas y migrantes; y salud pública con el opioide de moda, el fentanilo. Ni más ni menos: la agenda gringa de siempre.
El Gobierno mexicano, por su parte, se enfocó en repetir palabras mágicas como “soberanía” y “responsabilidad compartida”.
Lo que no dice es que la presión viene cargada de amenazas veladas: o cumplen o habrá castigos económicos y arancelarios.
La dependencia está tan marcada que basta un guiño desde Washington para que en Palacio Nacional ajusten el discurso.
Juan Ramón de la Fuente, con su voz de diplomático de terciopelo, aseguró que fue una reunión “constructiva, productiva, cordial y con una ruta bien definida para ver hacia adelante”. Ese eufemismo es como cuando en un matrimonio uno dice: “acordamos entre los dos”, pero todos saben que la suegra fue la que dictó la decisión
El costo político es claro: para Estados Unidos, la cooperación es control. Para México, la “cordialidad” es disfrazar la subordinación. El problema no es la foto sonriente, sino que el Gobierno mexicano sigue vendiendo soberanía de utilería, mientras permite que el vecino decida la agenda. Ahí y así es, El Meollo del Asunto.
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