El corredor de la 16 de Septiembre y Juárez, en el centro histórico, funciona a medio vapor: cada vez más se vacía de paseantes, conforme avanza la fase dos de la pandemia por COVID-19 y se presentan los primeros fallecidos, pero Jesucristo no baja la bandera.
No es como antes. Y decir antes, es decir hace unos tres meses cuando vibraba todo el día desde que se convirtió en plaza pública con estatuas vivientes, la nostalgia del rock clásico, pachucos bailarines y artesanos, y en medio de todos ellos, en el monumento “Amor por Juárez”, con el reencarnado de Cristo y su verbo flamígero.
Ahora el Jesucristo reencarnado profetiza que el coronavirus aquí será leve, que matará más la violencia que el nuevo virus, que ahora estáen fase dos, es decir contagios comunitarios que apenas inicia.
¡El hacha ya está puesta! Es la misma advertencia ¡La corona del mal está aquí! remacha su advertencia y se refiere a la violencia: «Es el virus del pecado, se los dije, grita al viento y a los pocos transeúntes que ya se acostumbaron a verlo desde 2015, año en que arribó a Juárez.
El profeta desglosa a gritos el pasaje de Mateo 3:10 para asustados, morbosos y sufrientes que todavía logra reunir en torno al monolito de metal rojo JRZ:
“Y el hacha ya está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego, y no es el coronavirus lo que nos matará”.
Raúl Ramos Rivera, alias Jesús, podría padecer una condición de salud mental que no es rastreable por las pruebas tradicionales y que se caracteriza por una esquizofrenia causada por una culpa interiorizada en alguna etapa de su infancia, asegura el psiconalista Gilberto Gutiérrez.
Es probable que el predicador padezca lo que se conoce en sicoanálisis como el espejo inverso, que es un sentimiento de culpa arraigado en su primera infancia o en la etapa de su adolescencia, en la que puede pasar como esquizofrenia pero no como consecuencia, sino como síntoma de la culpa.
En el poco tiempo libre que le deja “la palabra de Dios”, deambula por el corredor hasta la plaza de armas, cuadras arriba, dobla hacia la avenida Juárez y sigue a la Ferrocarril; en su trayecto lo saludan o le ofrecen comida o un café o un gesto de aprecio. Normal para un religioso amable.
Sentados en la banqueta, frente a la cafetería “Doña Blanca” en la avenida Juárez, justo en la boca de salida del paso deprimido, que da al cruce internacional “Paso del Norte”, frente a un café en vasos desechables, suelta a bocadejarro quién es: “Soy Jesucristo”.
“Ni yo mismo lo creía hace 14 años, cuando se me aparecía en sueños un pasaje de la Biblia, Ezequiel 33, una vez, dos veces, tres…Y hasta 33 veces, pero no sabía qué era, mi cuerpo pecador se resistía”
cuenta el evangelista sin dejar de endulzar su café.
El profeta lleva siempre una cobija azul, gruesa y sebosa, que envuelve su cuerpo, una bincha en la cabeza que sujeta el pelo largo; usa guaraches de los que asoman unos pies amoratados y con surcos en los costados; sus manos son hoscas, abultadas, y su rostro redondo es de facciones firmes, sus ojos no titubean.
Sí, soy el hijo de Dios, el que me hizo centinela de su pueblo; lo supe porque el 14 de diciembre de 2014, mi Padre me habló en un sueño y me dijo: ´Tu eres mi hijo y tienes la misión de rescatar la Tierra Prometida´, entonces lo supe”,
dice Profeta con voz clara y segura, sin alzarla.
La misión del apóstol de Dios es recuperar la nación divina en la tierra, cuyo epicentro es Ciudad Juárez -poseída por la violencia no por el coronavirus-, desde donde se extienden otros municipios mexicanos pero también algunos de los Estados Unidos. Es la región que vendió Santa Ana a los gringos, así lo comunica.
Juárez, donde inició la creación de la tierra, es el punto de partida del Reino de Dios; de aquí, hacia el suroeste de México, con 220 km es el primer punto; al noroeste de Estados Unidos, con otro tanto de kilómetros es el segundo, todo lo que existe ahí es la tierra bendita, lo demás será destruido por el virus que está en todos lados, afirma.
“Poco se salvará de la tierra que es Estados Unidos; de hecho Dios destruirá los siete reinos y romperá el muro de enemistad que Trump quiere continuar; habrá un solo gobernante y un solo idioma, el español”
advierte el anunciador de las buenas nuevas.
Raúl Ramos Rivera nació un 13 de abril de 1973, en Obregón, Sonora, en una familia compuesta por padre y padre; con cinco hermanos, tres mujeres y dos hombres. Una familia normal de tantas que existen, de clase media, pero niega a que lo llamen con su nombre de pila. “Soy Cristo reencarnado”.
Nunca se casó pero tuvo cinco hijos, a los que nunca vio “por llevar una vida de pecado, sexo y varias drogas, de ahí viene el coronavirus”; fue operador de maquinara pesada en varias empresas, en las que ganaba 4 mil pesos por semana y 100 pesos por cada hora extra trabajada, pero lo dejó todo para seguir a Dios.
“Ya no soy Raúl, ni llevo esos apellidos ya, ése ya murió; soy el hijo de Dios…Lo sé, todos creen que estoy loco, pero no me importa, soy la reencarnación de Jesucristo al que llamaron loco en aquel tiempo, ahora me volverán a llamar así”
dice el profeta.
Al abandonar familia y bienes materiales partió rumbo a San José, California, a predicar la palabra divina, pero lo deportaron rápido a México por el cruce fronterizo para llegar a Mexicali, donde transmitió su mensaje en plazas y avenidas, hasta llegar a Ciudad Juárez, por llamado de Dios.
El autollamado reencarnado de Jesús maneja la biblia con fluidez y lo expresa con un lenguaje conciso y coherente, que llama la atención de las personas, quienes lo observan con seriedad y sin susto, luego vuelven la vista a su quehacer, hacia su rumbo.
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Recoge su mochila, en la que lleva cobijas, alimentos y material bíblico; levanta el cuerpo de la banqueta rumbo a su casa en la misma zona, atrás del Museo de la Ex Aduana, que no es más que la plaza cívica “Jesús García, héroe de Nacozari”, en donde vive desde el 2015 y en la intemperie.
Justo en la alta plancha de concreto en la que se exhibe la locomotora antigua del héroe ferrocarrilero, el predicante deja sus cosas, se sienta, recarga la espalda en la reja metálica y descansa; saca su vieja Biblia y se dispone a leer mientras que llega la hora del siguiente sermón, el del mediodía.
Se quita los guantes. La túnica de lana descubre sus brazos y se le observan ronchas rojas y pequeños rasguños entre los dedos, estragos de la calle, su casa desde hace años.
“Mi Padre me protege, entibiece mi alma, su palabra me da energía, por eso no siento nada feo; muchos por aquí se mueren por la madrugada, pero ellos no tienen fe; pobrecitos no conocen a Dios y a su hijo; tengo mucho trabajo, tengo una tarea muy dura ahora con lo del coronavirus, porque no es él, es la violencia”
dice el evangelista.
Es la primera vez que la emoción quiebra un poco su voz.
“Es más dura la culpa del pecado que cargaba desde hace años, que es peor que todos los fríos del invierno y todos los peligrosos de la calle que tengo hoy”, afirma el predicador.
“Sin Dios no hay nada”, agrega.
Prefiere guardar sus cosas y se levanta, se dirige de nuevo hacia el corredor de la 16 de Septiembre y Juárez, en el camino empieza a gritar ¡El hacha ya está puesta!
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