Ver tantas personas llorando es difícil. Remueve los instintos de empatía, y con la desorientación que se veía en sus rostros, también surgen las ganas de ayudar, de apoyar, de dar esperanza.
Desde el miércoles 12 de octubre esa es la imagen recurrente en la salida de las instalaciones del Instituto Nacional de Migración (INM) en Ciudad Juárez, bajo el Puente Internacional Stanton-Lerdo.
Por orden del Departamento de Seguridad Nacional (DHS, por sus siglas en inglés), desde ese día, los migrantes originarios –principalmente– de Venezuela, que cruzaron el río Bravo para entregarse a las autoridades estadunidenses en El Paso, empezaron a ser devueltos.
El DHS anunció, ese mismo día que, como parte de los trabajos de la administración del mandatario estadounidense Joe Biden para tener una migración justa, ordenada y segura, se conformaron trabajos conjuntos con el Gobierno de México para reducir el número de personas que atraviesen la frontera entre estos dos países, buscando huir de la “crisis humanitaria y económica en Venezuela”.
Grupos de entre 50 y 100 personas eran reunidos a la mitad del puente internacional, para luego ser llevados al edificio del INM, del que salían con un papel en la mano que les otorga 15 días para salir de México.
Con el dolor en el rostro
Con ese papel solo venían lágrimas, confusión y frustración. ¿Por qué no podían entrar si eso era posible hasta hace unos días?
Otros salían de las instalaciones con los ojos rojos de tanto llorar, con el teléfono móvil en el oído, hablando con quienes los esperan, ya sea en Estados Unidos o en Venezuela.
No quedaba, por el momento, mas que cruzar la calle Rivas Guillén, sentarse en las bancas de concreto o la banqueta y colocarse las agujetas en los zapatos y los cintos en los pantalones, que les habían quitado en el campamento improvisado por el Puente Negro para quienes cruzaron ilegalmente por ahí.
A esas personas, todas migrantes, todas expulsadas, les esperaban 15 días de un futuro incierto.
Ante esta escena quedaba buscar ayuda, hundirse en la tristeza o tratar de animarse entre sí. Esta última opción fue la que tomó Daniel, migrante venezolano de 42 años.
Una Venezuela que se dice socialista, pero tiene pobres
Daniel nació en Caracas, Venezuela. Estudió hasta el sexto año de primaria y desde los 14 tuvo que empezar a trabajar. Trabajó con un tío que le enseñó sobre ganadería y agricultura. También sabe hacer trabajos de construcción, ha vendido helados y fue verdulero.
Tiene tres hijos: un niño pequeño que cumplirá seis años en diciembre, y dos niñas, de 13 y 16 años, quienes se quedaron en Venezuela junto con su madre, la esposa de Daniel.
“Tuve que salir de mis hijos, de mi esposa… ¡pucha!”, exclamó Daniel, con unas lágrimas queriendo tomar rumbo en su mejilla, aunque no lo permitió. Tomó fuerzas para seguir platicando sin que su voz retomase esas ganas de quebrarse por la melancolía.
Hace poco más de un año, Daniel se fue a Perú. No es que no haya trabajo en Venezuela, sino que el dinero no alcanza, comentó.
En Perú trabajó en la construcción para la Iglesia Adventista del Séptimo Día, pero la paga no era suficiente.
A los venezolanos que migran a Perú para trabajar, se les retiene una parte de su sueldo por ser migrantes. Al menos en los trabajos formales, se cobra el 12 por ciento del total de la remuneración para el fondo de pensiones, y el nueve por ciento para el seguro de salud.
Aparte, se descuenta el 30 por ciento del salario por concepto de Impuesto a la Renta. Este impuesto, llamado rentas de quinta categoría, se realiza durante los primeros 183 días de permanencia de la persona migrante en Perú.
La “maldición” del migrante
Aunado a estas retenciones, se encuentra el fenómeno de la desigualdad salarial para migrantes venezolanos. De acuerdo con el Banco Mundial, los trabajadores venezolanos en Perú ganan hasta un 37 por ciento menos por hora de trabajo que los peruanos, incluso desempeñando las mismas funciones.
Luego de que le quitaban casi la mitad de su cheque en impuestos por el simple hecho de ser migrante con trabajo formal en ese país, Daniel todavía debía mandar dinero semanalmente a su familia, y eso se volvió insostenible.
Por ello, cuando le avisaron que en la frontera de México-Estados Unidos estaban permitiendo la entrada ilegal de migrantes venezolanos, decidió emprender el viaje, junto con los hermanos de su esposa, Wilmar y José.
Daniel conoce a mucha gente, amigos suyos, que ya están en Estados Unidos cumpliendo ese llamado “sueño americano”.
“Yo también vengo por ese sueño, con la esperanza de que me den la oportunidad de trabajar por lo menos un año”, contó.
Dijo que con un año trabajando en lo que fuera (cocinero, constructor, agricultor o ganadero) podría comprar “un camioncito”, una camioneta, en Venezuela, y con eso no tener que trabajar para otra persona, lo que le aseguraría mayor bienestar a sus finanzas y a su familia.
“Yo lo único que pido es la oportunidad de ingresar. Ya después que yo esté adentro, el trabajo viene solo”, añadió.
Para Daniel, Venezuela solo es un país habitable para quienes tienen conexiones con el Gobierno de Nicolás Maduro, quienes mandan en el país, o extranjeros que llegan con capital para hacer negocios.
De Venezuela intentan escapar todas las personas que no entran en ese supuesto, ya sean personas como Daniel, con un nivel académico básico, o profesionistas como educadores, enfermeros, doctores, ingenieros y abogados, explicó.
Señaló que “el socialismo que nosotros tenemos es el de que el Gobierno se chupa las riquezas de mi país, mientras que nosotros los pobres tenemos que hacer cola y humillarnos por una bolsa de comida”.
Entre coñazos y alcabalas
El viaje de Daniel, Wilmar y José empezó el 6 de septiembre. Venezuela, de donde los tres son originarios, hace frontera con Colombia, en la parte norte de Sudamérica, donde se conecta esta parte del continente con Centroamérica. Ahí inició su trayecto.
Colombia hace frontera con Panamá, pero para llegar de esa frontera a la parte domesticada de Panamá hace falta cruzar el Tapón del Darién.
Este lugar se cruza tras 130 kilómetros de trayecto, y parecería fácil (aunque tardado) hacerlo a pie, de no ser porque no es un camino cualquiera.
Se trata de un pedazo de selva intransitable, con pantano por principio y montes como fin, una selva tropical protegida por el Estado panameño, hogar de culturas indígenas, de narcotraficantes y guerrilleros, según se relata en el medio argentino Clarín.
Sin embargo, pese a lo difícil que pueda ser el paso por ahí, en 2021 fueron 133 mil las personas migrantes que lo cruzaron para ir al norte, en búsqueda de mejores oportunidades que las que hay en sus países de origen, según datos de la Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas (OCHA, por sus siglas en inglés).
De acuerdo con el Gobierno de Panamá, entre enero y septiembre de 2022, de 151 mil 572 personas que cruzaron por esa zona, 107 mil 723 fueron de origen venezolano. Es decir, siete de cada 10 cruces fueron de migrantes venezolanos, y al día cruzaron 397.
Quienes cruzan por ahí pueden tomar una ruta de entre dos y cuatro días, que cuesta 400 dólares, o un camino de 10 días que deja afectaciones en el cuerpo de quienes se atreven a recorrerlo.
Daniel cuenta que él se gastó una buena parte de los mil 40 dólares que llevaba consigo a su salida de Venezuela en el Tapón del Darién, lo que significa que tomó la “vía rápida”.
Aún así, “yo salí con 20 días con diarrea. Perdí bastante peso”, contó. El DHS anunció que, además de los trabajos conjuntos con México para reforzar la frontera compartida y la burocratización del procedimiento de entrada para personas venezolanas, también habrá tareas de seguridad para desmantelar grupos de tráfico de personas y hasta apoyo de las fuerzas estadounidenses en Panamá para controlar el cruce de migrantes.
Camino a Ciudad Juárez
Daniel, Wilmar y José pasaron de Panamá a Costa Rica, y de ahí a Nicaragua, a Honduras y a Guatemala. En Nicaragua pagaron 150 dólares por persona por un permiso de un día para transitar por el país.
En Guatemala, platicó Daniel, no había retén policial en que no tuvieran que pagar, ya fuera para evitar los “coñazos” (golpes de los agentes) o la deportación.
Luego México.
“México no se escapa de esa realidad tampoco. Pero fueron un poco más flexibles”, reconoció Daniel. Solo tuvieron que pagar en tres retenes, tres “alcabalas”, explicó.
En México pararon en Tapachula, Chiapas, luego en San Pedro (del que no mencionó estado, así que podría ser en Oaxaca, Coahuila o Nuevo León), y posteriormente viajaron hasta Ciudad Juárez.
A Juárez llegaron el miércoles 12 de septiembre en un camión comercial de pasajeros que los dejó fuera de la Central Camionera. De ahí, tomaron un taxi que los dejó en el bulevar Bernardo Norzagaray, cerca del Puente Negro, donde falta muro fronterizo y donde está el campamento improvisado de recepción de personas venezolanas.
Llegaron a las 9:00 de la noche, y cruzaron. Se entregaron a las autoridades estadounidenses.
Aquí comienza el final de esta primera parte de su historia como migrante a Estados Unidos.
Sobrevivir a un sueño “trochado”
“Estábamos contentos porque nos recibieron”, comentó Daniel. No sabía aún del decreto para expulsarlos, ni de lo que pasaría en las horas siguientes.
Oficiales del DHS les hicieron desprenderse de todas sus posesiones, menos lo que traían en sus bolsillos. Las mochilas y maletas se quedaron de aquel lado. Se quedaron sin sus productos de aseo personal, sin la ropa. Y luego de que los obligaron a quitarse agujetas, cintos, gorras y hasta fundas telefónicas, les dieron una bolsa para colocar su teléfono móvil, sus papeles y dinero.
Después los procesaron. Les tomaron huellas dactilares, fotografías y la información de sus documentos oficiales, mismos que les retuvieron hasta el día siguiente, cuando ya los iban a sacar del país.
Los llevaron, tras ese proceso de levantamiento de información, a “una jaula toda la noche, llevando frío”, con una manta térmica (las plateadas que parecen hoja de aluminio).
Al día siguiente, a las 12 del día, los subieron a unidades de la Patrulla Fronteriza y los expulsaron hacia México, donde ya los esperaba el INM, con expedientes llenos de su información, que nunca proporcionaron al Estado mexicano, pero aún así tenían, denunció Daniel.
“No deberían de tener esa información”, agregó.
Ahí, les hicieron firmar seis hojas, que no tienen oportunidad de leer porque los apresuran, de tan cuantiosos que son los grupos de personas expulsadas de Estados Unidos. Solo pueden leer una hoja, la del permiso de 15 días, o el ultimátum, para salir del país.
Aun así, Daniel agradece al Gobierno mexicano. Dice que dentro de lo que cabe, les explicaron “muy amablemente”, los trataron bien. Les dijeron cómo hacerle para regularizar su situación en México, si quieren quedarse.
Pero Daniel no quiere.
“No nos vamos a rendir, vamos a estar aquí organizándonos y esperando respuesta de Naciones Unidas, (organizaciones de) Derechos Humanos, para que ellos nos ayuden”.
Daniel quiere trabajar, sacar a su familia adelante, asegurarle un buen futuro a sus hijos, todo eso, con respeto a las leyes del país al que quiere entrar. “Nosotros no somos personas de calle, vagos, nada de eso”, señaló.
Los nuevos requisitos
No ha podido cruzar a Estados Unidos porque el DHS ahora solo va a permitir la entrada a los venezolanos que cumplan con ciertos requisitos, como tener a un patrocinador en Estados Unidos que reporte 30 mil dólares mensuales (según Daniel) que vaya a costear el transporte, alimento y hospedaje de la persona migrante, además de contar con las vacunas exigidas en aquel país, y pasar una revisión de datos biométricos y biográficos.
Esta nueva política se dio en respuesta al creciente número de migrantes indocumentados a Estados Unidos, además de una elección intermedia, en la que el partido Demócrata (al que pertenece Joe Biden) se juega la mayoría en el Congreso.
Desde luego, la migración es un tema sensible para Estados Unidos, y mayormente para sus estados sureños, por lo que hay medios como The New York Times que advierten un uso político de esta medida.
El mismo DHS insta a la población venezolana a no viajar a México para entrar de manera ilegal a los Estados Unidos, sino que sugiere que realicen el proceso de solicitud de entrada para luego viajar vía aérea al país y concluir su proceso.
En México, mientras tanto, ayudará en lo que pueda a las organizaciones que apoyan a la población migrante, como la asociación civil Derechos Humanos Integrales en Acción (DHIA).
De acuerdo con el DHS, un cuarto de la población de Venezuela ha dejado el país desde 2014.
Daniel es parte de esa cifra, mientras que su familia se quedó. Él asegura que su familia está triste, decaída, por la noticia de que los expulsaron de Estados Unidos. Sin embargo, dijo, “yo voy a luchar por mi sueño. No voy a dejar que me lo trochen”, es decir, que se lo rompan.