El aleteo sobre el techo de la oficina del panteón desperdigó las cruces que esperaban muertos nuevos. El primero en verlo fue mi padre y por el color de papel cebolla de su cara, pude saber que esta vez no se trataba de un aparecido cualquiera.
Apenas atravesamos el umbral de la puerta y las garras de sus patas le tiraron el sombrero de cazador a mi padre, que corría detras de mí. Con el rabillo del ojo pude ver las piernas musculosas e inmensas de la criatura, eran de pavo bien criado, el pecho de macho cabrío y la cara de diablo de lotería.
De la prisa que inyecta el miedo se nos olvidó que teníamos troca y corrimos hasta que el pánico nos fundió los pulmones y nos paró el corazón. De a poco recuperé el aliento, el pulso y el color, pero a mi papá, ya muy acostumbrado a los aparecidos, le costó más tiempo asimilar el susto y le entró diabetes.
Las apariciones del diablo en el techo de la pequeña oficina del Panteón Municipal, tan cercano a nuestro barrio de la colonia San Jorge, se hicieron más frecuentes después de que abundaron los muertos jóvenes, de esos que andan en la delincuencia y que otros malandrines matan por 500 pesos.
De la primera aparición hace ya más de cinco años, justo el tiempo en el que empezó la guerra del Gobierno contra los narcos, esa batalla que no entendemos muy bien pero que a los sepultureros trajo mucho trabajo.
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