Qué mejor sitio que Ciudad Juárez para observar cómo inexiste un derecho internacional basado en un sistema colectivo, con unas bases que definen una idea constitucional global basada en los derechos humanos, políticos y sociales a los que todas las personas y los pueblos tienen derecho. Aquí, el derecho internacional especula en la forma de unas deficiencias que apuntan a una inacción política, o desidia, que va acompañada de una inmunidad jurisdiccional sobre todo aquello que se entiende como corrupción, soborno, delincuencia y violencia que no debería de existir, pero es bien real. Y no solamente existe en Ciudad Juárez.
El orden internacional dispone de una carta o serie de directivas que da forma a una mesa de debate basada en la solución pacífica de conflictos llamada “Naciones Unidas”, que emerge como proyecto tras la Segunda Guerra Mundial, con el colapso de otro orden profundamente imperfecto que ha llevado a la humanidad a crear un desorden estructural en el que han caído imperios, y tras ellos todos los pueblos y proyectos civilizadores que ha sometido. Pero, pese a un avance palpable, en el que se liberan desarrollos culturales razonables de la opresión, la violencia persiste. Y esta no tiene el sello “Ciudad Juárez”, se llama Occidente, sistema financiero y constructo legal e ilegal primitivo.
La violencia palpable en Ciudad Juárez es eminentemente occidental, primitiva e ideológica. Es occidental porque nace en el occidente del mundo conocido antes de incorporar América a la conciencia colectiva (Europa), y persiste en los Estados Unidos de América. Es primitiva porque no entiende otra forma de existir que la de mantener un garrote amenazador con capacidad de lesionar para imponer su superioridad. Y es ideológica porque ha creado el espejismo del bienestar a su alrededor, mostrándose a sí mismo como ejemplo a seguir, pero ocultando su supremacismo amenazador. Así, (irónicamente hablando) se comprende que Ciudad Juárez y todo lo que no es Occidente vive mal y peor porque tiene problemas internos, que no ha podido resolver por un retraso civilizador.
Este espectro ideológico no deja pensar libremente de un modo justo, incorporando la moral y una ética política y económica en una empresa razonada en la cual todos nos cuidemos, y tengamos cuidado del espacio “planeta” del cual participamos. Ello conduce a que, en Ciudad Juárez, el resto “no Occidental” y en Occidente mismo exista el clasismo, racismo, despotismo y cinismo que alimenta la destrucción, la violencia y el caos para mantener el poder de beneficiarse de ello a costa de los demás. Las fronteras se levantan con muros, fuerzas armadas, violencia física y moral, mientras se ataca a quienes no lo toleran, en nombre del derecho civilizador primitivo que se ha impuesto, y que nadie ve capaz de modificar. Pero no todos lo sufren por igual.
Mientras todo es agresivo y disfuncional por sistema, mantenemos una lucha sin parangón en nuestra esfera controlada, en un contexto descontrolado. Ciudad Juárez pelea por persistir en las formas que se le ofrecen, que pertenecen a otras formas que no controla, y lo mismo ocurre en el resto del mundo. Europa, los Estados Unidos y todo el imán del progreso desigual positivo ejercen la violencia en sus fronteras para no ser invadidos, mientras invaden la libertad de ser y desarrollarse del resto por sistema. Todo se entremezcla, y nadie ve el fondo de la tiniebla que oculta este despropósito, Así, aparecen intelectuales que dan voz a la ley de la selva, y otros a la subley del orden natural que le da forma.
El progreso desigual positivo es el rostro iluminado de una imagen a contraluz que esconde una brutalidad salvaje que todo lo domina. Extrema derecha o fascismo, visiones socialistas que exigen parte del pastel del bienestar y formas de revolución afines, ya sean desde el brazo amenazador de quien manda y se ve amenazado o bien desde el brazo golpeado por el poder que reclama y desea ponerle fin, para un mundo mejor, emergen a consecuencia de la idea depositada en el “progreso”. Las Naciones Unidas ha sido un proyecto que ha servido de guía para levantar el alma de la moral humana mientras el proyecto “progreso” ha tenido sentido para la mayoría. Pero ahora ya no lo tiene. No lo tiene porque Occidente ya no es el modelo a seguir que ilumina la idea civilizadora.
Europa y los Estados Unidos han dinamitado, con el sionismo israelí, el ideal de unos pueblos unidos como naciones libres que ellos alimentaron, junto el proyecto comunista que emergió para poner fin a un imperialismo en decadencia en Rusia y la China, a medio camino entre un proyecto basado en la competencia militar e ideológica y variadas formas de gestión política que las soportan, llamadas democracias o estructuras asamblearias en nombre de partidos únicos. Pero ahora todo se desmorona, Occidente no tiene suficiente con mantener armadas sus fronteras porque el resto del mundo también se organiza y levanta su cabeza pidiendo beneficiarse del sistema progreso que prometía el proyecto Naciones Unidas.
Occidente ha optado por destruir el resto del mundo que se levanta de los escombros de su explotación. Las víctimas ya no son los pueblos minorizados por razones históricas mal comprendidas, que se han tolerado por ignorancia colectiva inducida y sin capacidad de hacer valer una narrativa compensatoria efectiva, sino que les han añadido proyectos civilizatorios con capacidad tecnológica y financiera con autoridad narrativa razonada, con fundamento ético y moral, que tienen los pueblos no occidentales o no alineados a las normas de Occidente. Y, con la miseria del proyecto occidental capaz de tomar las riendas de la violencia ideológica desaparece la esencia del ideal de las Naciones Unidas, que, paradójicamente, ha empoderado al mundo no occidental.
La lucha, en esta fase avanzada del primitivismo ideológico civilizador frente la voz del progreso colectivo, confuso pero cargado de razones y con su propia narrativa moral, se dirime entre el derecho a una sociedad transnacional basada en una constitución internacional con derechos universales o bien su total desmantelamiento. La historia civilizadora, modelada alrededor de un proyecto glorificado en nombre de la razón y las razones de su evolución, que en cierto momento se fundamenta en una Europa heredera del desarrollo civilizador de Grecia, Roma, Oriente Medio y los grandes kanes o imperios asiáticos, al llegar a los Estados Unidos a través de un imperio británico en descomposición, está llegando a su fin. Es el fin de la historia tal como nos la hemos aprendido, y apropiado.
La narrativa del progreso, la civilización consensuada, entendida como un aprendizaje derivado de la suma de colapsos apocalípticos, por más relatos amenizadores que le pongamos, como el Nuevo Testamento, el Corán, el templo Salomón basado en un pacto entre un pueblo elegido y Dios, o bien los mitos iluminados del Buda, Krishna o el conjunto de ideales simbólicos creados por la humanidad que incluyen Papas y Daláis lama, asimilados al ya anacrónico Preste Juan, que parecía que la Carta de las Naciones Unidas acabaría por aglutinar en nombre de un derecho internacional más justo y honesto, se dirige a su enésimo ocaso colectivo, a su fracaso y consecuente autodestrucción, con el fantasma simbólico de la construcción de una “Nueva Jerusalén”.
Después, habrá una nueva mutación a la que llamaremos reconstrucción o nueva era, sobre sus cenizas, donde se reescribirá la historia que, por sistema, todo lo justifica, que volverá a caer en sus mismos errores, con una nueva narrativa.
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