Si los caminos hablaran más allá del lenguaje de cruces sembradas en sus veras. Si los caminos hablaran… no tendrían que valerse del aullido de los coyotes para darse a entender.
Esta leyenda de carretera es tan reciente que todavía se está escribiendo sobre las páginas de nuestra rica veta de historias populares. Sucedió apenas hace algunos años, en los caminos que llevan a las escarpadas montañas de nuestra enigmática Sierra Tarahumara.
Alguien que conozco bien me contó que circulaba por esos hermosos caminos rumbo a Hermosillo, Sonora, y en uno de los tramos más sinuosos, en donde las curvas parecen interminables roscas de muerte, ocurrió este hecho que es a la vez milagroso y terrorífico.
Daniel, que así llamaré a mi amigo para concederle el beneficio del anonimato, conducía con precaución sobre la carretera; la lluvia y la escasa visibilidad de esa fría tarde otoñal hacían prácticamente imposible ir a más de 60 kilómetros por hora, pero atrás de él, un vehículo familiar insistía en rebasarlo.
El vehículo que perseguía a mi amigo intensificaba las luces y hacía sonar el claxon para llamar su atención. Daniel bajó la velocidad para facilitarle al impaciente automovilista el rebase. Una vez efectuada la maniobra, solo alcanzó a ver que el vehículo familiar se perdía a lo lejos a gran velocidad.
La tarde caía lenta, como la lluvia que cesó de a poco conforme avanzaban los minutos. Los pensamientos de Daniel solo eran interrumpidos por su esposa, que de cuando en cuando lo alertaba con una caricia en el hombro para evitar que el cansancio lo venciera.
Entre cavilaciones y breves pausas para platicar con su pareja recorrieron unos kilómetros más y ya casi olvidaban el incidente con el conductor ansioso que los rebasó con premura, cuando de un extremo de la carretera, saltó una mujer que parecía herida y que les hacía señas para que se detuvieran.
Daniel aminoró la marcha y frenó junto a la mujer que, con rostro angustiado, trataba de explicar algo con urgencia.
– ¡Por Dios, ayúdenos! ¡Caímos al barranco y parece que mi esposo está muerto! Pero mi bebé está abajo también y está vivo. ¡Salven a mi bebé, por piedad, sálvenlo! –dijo la desesperada mujer.
Daniel corrió hacia el barranco, no sin antes indicarle a su esposa que atendiera a la mujer herida.
Al llegar al lugar donde quedó el automóvil se percató de que se trataba del vehículo familiar que hacía algún tiempo le había rebasado con mucha insistencia. Sobre el asiento trasero creyó ver a un niño recién nacido que parecía haber aumentado el volumen de su llanto cuando Daniel se acercó abriéndose paso entre los fierros retorcidos.
La tarde pardeaba y el fin de la llovizna había dado paso a rayos amarillos que hacían más evidente y dramática la escena en la que el conductor y alguien más yacían inertes, claramente muertos, atados a una maraña de vidrios, metales y sangre.
En la prisa por salvar a la criatura, Daniel no reparó en la segunda víctima prensada en el área del copiloto. Subió a duras penas el barranco, sus piernas se debilitaban pero su corazón lo forzaba a seguir, a salvar cuando menos al niño a quien seguramente ya esperaba la angustiada su madre.
– ¡Aquí está el bebé, tómalo! –dijo el hombre a su esposa–. Oye, ¿y la madre, dónde está?
– Se fue tras de ti.
– ¿Cómo? ¡No es posible!
Daniel bajó el barranco para tratar de encontrar a la mujer que podría estar malherida. Sobre el volante del vehículo observó de nuevo la imagen terrible del hombre, con los ojos saliendo de sus órbitas, como lamentando algo. Sobre el asiento contrario, atada aún a su cinturón de seguridad y prensada por el tablero del vehículo, estaba la mujer que hacía algunos minutos había visto en la carretera implorando ayuda.
De pronto, Daniel sintió un mareo, y al mareo le siguió un terror inmenso que lo llevó a subir en segundos el barranco que con tanto esfuerzo trepó la primera ocasión. Llegó hasta el vehículo en donde su esposa y el bebé esperaban. Se desplomó antes de abrir la puerta y se llevó las manos al pecho, víctima de un infarto.
A la llegada de los rescatistas, un comentario de rutina envolvió ese ambiente de muerte: “sería difícil sacar completo el cadáver de la mujer, que había quedado prensado en el vehículo”.
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