El discurso de odio no es una simple opinión fuerte. Tampoco es un debate encendido. Es un veneno que busca deshumanizar, marginar y preparar el terreno para la violencia.
La definición es clara: son expresiones dirigidas contra un grupo —por su raza, religión, ideología, género o cualquier otra condición— con la intención de convertirlo en enemigo a eliminar.
El dilema es evidente: ¿cómo se regula este fenómeno sin atropellar la libertad de expresión? Ahí está la línea delgada: proteger a la víctima de la humillación y, al mismo tiempo, evitar censurar la crítica legítima.
Una sociedad que no sabe distinguir entre debate y odio está condenada a confundir adversarios con enemigos.
El ejemplo más brutal de a dónde conduce este camino lo vimos con el asesinato de Charlie Kirk.
No importa si se está de acuerdo o no con él, lo mató un francotirador, pero en realidad lo asesinó el fanatismo. Kirk defendía la vida, criticaba al socialismo, y hablaba de libertad económica.
Eso incomodaba, y lo encasillaron como “ultra”. El odio acumulado terminó sustituyendo el argumento con una bala.
La paradoja es grotesca: quienes más llaman a la tolerancia son los primeros en manifestar intolerancia absoluta ante cualquier opinión contraria. Se predica inclusión con los labios y se practica exclusión con las manos. O, mejor dicho, con los dedos en las redes sociales y con armas en la calle.
Ejemplos sobran. Del lado derecho, cuando un político deshumaniza a los migrantes llamándolos “animales”.
Del lado izquierdo, cuando un académico afirma que todos los conservadores son “fascistas asesinos que deben ser borrados del mapa político”. Ambos son la misma moneda con distinto color. El odio no cambia de esencia, solo de bandera.
El discurso de odio no siempre mata de inmediato. Pero mina la dignidad, abre la puerta al desprecio, y prepara el terreno para justificar lo injustificable. Y cuando alguien celebra públicamente la muerte de otro, no importa de qué lado esté, eso ya no es política: es barbarie.
Porque, cuando hay un regocijo en el mundo por la muerte de una persona, cualquiera, significa que el amor se ha enfriado. Ahí El Meollo del Asunto.
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