Hace siete días, cuando recién la ciudad despertaba tras celebrar el año nuevo, un funesto acontecimiento empañó la llegada del 2023: una fuga masiva en el Centro de Reinserción Social para Adultos No. 3, la más grande evasión de prisioneros jamás registrada en el penal y la masacre más atroz ocurrida en contra de sus elementos de seguridad.
El saldo final de ese domingo negro, proporcionado por las autoridades tras el titubeo, las dudas y los reconteos, los reajustes y los yerros, dejó un total de 17 personas muertas durante esa jornada, 10 de ellos policías de Vigilancia y Custodia y siete internos, además de la fuga de 30 presos, liderados por el secuestrador y homicida Ernesto Alfredo Piñón de la Cruz, alias “El Neto”, líder de los Mexicles.
Los días subsecuentes, de nueva cuenta, el caos se apoderó de nuestras calles, con el asesinato de dos elementos ministeriales y la muerte en enfrentamientos de cerca de una decena de sicarios, entre ellos El Neto, lo que provocó que el infierno se desatara en las calles con la quema de vehículos y establecimientos comerciales.
Hay que reconocer que la coordinación de las fuerzas de seguridad de los tres niveles de Gobierno ha sido la pieza clave para “recuperar” el control en las calles. Se entrecomilla lo anterior, debido a que el terror de salir a realizar la vida cotidiana aún permanece entre los juarenses, al no sentir del todo segura una ciudad que por décadas les ha sido arrebatada por los grupos delincuenciales.
Sin embargo, en este esfuerzo por recuperar la tranquilidad, destacan el llamado de la gobernadora María Eugenia Campos Galván a no politizar las circunstancias terribles que se vivieron y a trabajar de manera coordinada, así como la llegada de 300 elementos del Ejército pertenecientes a las Fuerzas Especiales, y el esfuerzo de las corporaciones locales y estatales por pacificar la ciudad.
Con la muerte de El Neto, tras un enfrentamiento con las fuerzas del orden, aún queda pendiente la captura de la mayoría de los prófugos del Cereso Estatal No. 3, pero también, y muy importante, el que nuestras autoridades recuperen, además de la tranquilidad en las calles, la credibilidad y confianza ante los ciudadanos. Eso, señores encargados del Gobierno, es lo que los juarenses por décadas venimos deseando.
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“Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”, una simple, pero contundente frase, y con gran carga reflexiva, atribuida por algunos al político y filósofo Cicerón, es la que viene a la mente, al transcurrir la primera semana del año 2023, luego de que, en su primer día, se registrara la fuga más grande de presos en la historia de Ciudad Juárez.
Según ha trascendido, el escape habría sido del conocimiento de toda la población carcelaria, familiares y presumiblemente personal del penal, sin que nadie hubiera tomado cartas en el asunto para evitar la pérdida de vidas humanas, escribiendo así una nueva página con sangre, como ha ocurrido a lo largo de gran parte de la historia de esa prisión.
El actual Centro de Reinserción Social para adultos fue inaugurado en octubre de 1980, bajo la administración municipal de José Reyes Estrada. Su construcción se dio luego de que la antigua Cárcel de Piedra, localizada en la avenida 16 de Septiembre y calle Oro, fuera superada en su capacidad.
Durante sus primeros años, el Cereso operó bajo la administración del Gobierno Municipal, ante un estado y Federación que se desentendieron de la manutención de un edificio de este tipo.
Sin embargo, los problemas de hacinamiento, los abusos de directivos y cuerpos de vigilancia al interior, así como la creciente ola de consumo de drogas, que convirtió a la cárcel en el más grande picadero, gestaron el monstruo hoy de todos conocido.
Pese a ello, salvo una fuga de dos reos documentada periodísticamente en 1983, durante su primera década de funcionamiento, el lugar no representó un peligro para el exterior. Al menos en apariencia.
A lo largo de su historia, según archivos periodísticos, las distintas evasiones de prisioneros alcanzaron apenas los 29 prófugos.
La más grande de las fugas, registrada hasta la del presente año, fue el 10 de diciembre de 1994, cuando, derivado de la inestabilidad carcelaria, 17 reos lograron escapar del Cereso mediante un túnel de 68 metros de longitud que se construyó en al menos un par de meses, sin que “nadie” se diera cuenta de su existencia.
En otros tiempos, algún interno logró escaparse vestido de celador, otro dentro de un mueble de los que se hacían en el taller de carpintería del penal, un ropero de madera con doble fondo; también hubo quien escapó vestido de mujer y el descaro de alguno que salía los fines de semana a visitar su casa y regresaba tan campante, con el aparente consentimiento de las autoridades carcelarias.
Pues todos esos casos fueron superados con la atrocidad vivida el 1 de enero de 2023, cuando 30 reos, en completo control del penal, lograron evadirse antes de que cualquier autoridad de seguridad se hiciera presente. El inmueble sigue siendo el mismo. Aparentemente nadie aprendió de lo ocurrido en el pasado. Nadie, hasta el día de hoy, ha hablado de un plan concreto para que las condiciones y las cosas cambien. Seguimos con una visión meramente reactiva, no preventiva.
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Los problemas de hacinamiento se hicieron visibles a partir de 1986, cuando se denunció que el problema de sobrepoblación en el Cereso podía provocar un amotinamiento de reos, ya que su capacidad era de 576 reos, y ya superaban los 670 internos.
Pese a que llegaron a encenderse las alarmas en varias ocasiones, los motines no se habían registrado en el Cereso desde su origen, eran apenas pequeños fuegos que lograban ser apagados, pero a principios de la década de 1990, un verdadero incendio comenzó a trastocar la seguridad.
Según el recuento periodístico de esa época, eran comunes los abusos por parte de los directivos, cuerpos de vigilancia y capataces, estos últimos, reos que eran utilizados para comandar las distintas áreas, pero que también cometían abusos desde cobro de cuotas por visitas, limpieza y uso de drogas, abusos que se hicieron insostenibles para el resto de la población carcelaria.
Fue a finales de mayo de 1990 cuando queda documentado el primer motín de reos que dejó como saldo un interno muerto. El preso Miguel Contreras o Gilberto Castañeda, alias El Sonrisas, quien contaba con 14 homicidios en su haber, murió de un balazo en el pecho, disparado por el custodio Eulalio González Chacón, al finalizar una función de lucha libre que se realizó en el penal.
Esta situación inédita en materia de seguridad, debió marcar la pauta para que las medidas de vigilancia se incrementaran, sin embargo, no fue así y por el contrario, el problema de las rebeliones y las fugas continuó incrementándose a partir de entonces.
Aquella primera vez, los amotinados estaban armados con ladrillos, piedras y palos. Dijeron estar hartos de los abusos. A esta inconformidad le siguieron varias más, motines en las que la exigencia de los reos comenzó a subir de tono y se recrudecieron al inicio del nuevo milenio.
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El crecimiento del poder dentro del penal por parte de los internos tuvo su etapa más alta en los albores del siglo 21. Aunque era un secreto a voces, pandillas como los Aztecas y los Mexicles se hicieron del control del penal.
Las batallas entre ambos grupos de reclusos se fueron recrudeciendo, y de ir a combate con armas blancas como cuchillos, lanzas y escudos, pasaron a la fabricación de otro tipo de artefactos bélicos, como las armas de fuego hechizas, creadas con tubos de manera rudimentaria, pero lo suficientemente eficaces para detonar balas de distintos calibres y cartuchos de escopeta.
Eso, hasta que de manera paulatina se dio el ingreso de armas de fuego de diversos calibres, que eran ocultadas en las habitaciones y patios del penal, según se narra en los archivos de la época.
Convertido ya el penal en un polvorín ante las constantes disputas de las bandas por el control territorial y el comercio indiscriminado de drogas, obligó a las autoridades a levantar durante la mitad de la década del 2000, bardas perimetrales que dividían las habitaciones de los grupos contrarios, del área común, ubicada al centro del penal.
Esa medida se sumó a la implementación del programa “Cereso limpio de drogas y armas”, que intensificó los cateos en las celdas para asegurar armas y estupefacientes, a la par de un agresivo programa de rehabilitación que llevó a centenares de presos a tener el síndrome de abstinencia.
Durante esta misma década, comenzaron las gestiones para solicitar al estado hacerse cargo de la administración del penal.
La guerra entre los reclusos, sin embargo, solo aumentó de tono, dándose enfrentamientos que se prolongaron hasta por más de 8 horas, muriendo en ellos decenas de presos y otros tantos resultando heridos.
Organizaciones no gubernamentales advirtieron que el Cereso se había convertido en un espacio sobrepoblado y abandonado por parte de las esferas estatal y federal. ¿Le suena familiar el reclamo? Nada habíamos aprendido durante la primera década del Siglo 21.
En el 2008, con la llamada Guerra contra el Narco, tres grupos mantenían el autogobierno al interior del penal: Aztecas, Mexicles y Artistas Asesinos, cuyo alcance comenzó a hacerse palpable en las calles de la ciudad, donde las batallas sangrientas dejaron miles de muertos en la etapa más oscura e insegura vivida en esta frontera.
En vísperas, ya operaba el Cereso estatal a la salida de la ciudad, donde, en 2009 ocurrió una sangrienta masacre de 20 presos. En ese penal cientos de internos habían sido reubicados provenientes del Cereso de Juárez, en un afán de despresurizar el hacinamiento.
Esta situación obligó a que la Federación tomara el control de ambos penales, vigilando temporalmente las instalaciones el Ejército.
Sin embargo, un par de años después, en julio de 2011, una nueva atrocidad se dio en el Cereso de Juárez, cuando un comando armado ingresó al penal para dar muerte a 17 presos y dejó a otros más lesionados. Esta situación fue, en definitiva, la que obligó al estado a asumir la responsabilidad de administrar el penal.
Una vez que la carga económica y de recursos humanos para sostenerlo quedaron en manos del Gobierno estatal, la inseguridad y las repercusiones de la violencia siguieron resintiéndose en Ciudad Juárez, con los grupos que desde el interior han seguido generando el caos.
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Control de drogas, venta de concesiones, celdas de lujo, poder, impunidad, han sido tan solo parte de un volcán, cuya erupción se deja ver cada vez que la sangre y la tragedia colman la efervescencia al interior de una cárcel que a lo largo del tiempo ha sido dominada por sus internos.
Nombres como Gilberto Ontiveros “El Greñas”, quien tenía, además de los lujos como un jacuzzi, estupefacientes y licor, un tigre como mascota, y otros personajes de quienes los archivos periodísticos citan que pasaban más tiempo en la dirección del penal que en sus propias celdas, han sido parte de la historia de este centro carcelario.
A ellos les siguieron decenas de internos que, en el anonimato, lograron hacerse de poder en las habitaciones donde purgaban condenas por diversos delitos. Algunos de ellos, como el recién abatido Ernesto Alfredo Piñón de la Cruz, murieron en riñas, motines y ajusticiamientos, mientras que otros, un número indescifrable, permanecen a la sombra, en el anonimato.
Mientras tanto, la ciudad sigue a la espera de una estrategia definitiva por parte de las autoridades de los tres niveles de Gobierno para retomar el control y el orden, tanto dentro del penal como en las calles, porque, en sí, dicha acción representa un acto verdadero de justicia histórica que los juarenses no solo merecemos, también exigimos.