El “baño-gate” sigue dando de qué hablar y no es para menos: fueron ausencias que abrieron la puerta a un endeudamiento que durará hasta el 2050, si bien nos va, y a incrementar los pasivos financieros del estado hasta dejarlos en más de 58 “millones del águila”.
Todos los integrantes de la 68ª Legislatura sabían que la sesión del martes 16 de diciembre iba a ser la madre de todas las sesiones, quizá la más importante de todo el trienio, por lo que estaría de por medio en ese momento parlamentario: aumentos impositivos, contratación de deuda y darle una tremenda patada al bote para que el vencimiento de los pasivos bancarios se vaya hasta dentro de un cuarto de siglo.
Tan importante era que, le cuentan a Mirone, el coordinador parlamentario de Morena, Cuauhtémoc Estrada Sotelo, convocó a los otros once integrantes de la bancada a que estuvieran en la capital del estado desde el lunes 15, de modo que no hubiera impedimento para que asistieran a la sesión del martes.
Así fue: para la noche del lunes todos pasaron lista de presentes. Estaban completos, pues; había, hasta ese momento, al menos 12 votos en contra de la reestructura y la nueva deuda, lo cual abría la puerta a que no se aprobara.
El tema no era nuevo y nadie podía decirse novato en la materia, porque desde que el Ejecutivo entregó el proyecto de Paquete Económico, a finales de noviembre, se reunieron al menos 10 veces, todos en grupo, para analizarlo y repartirse los temas que cada quién iba a debatir. Nadie podía decirse sorprendido, pues.
Llegado el día, pasó lo que ya ha sido más sonado que las campanas de catedral: las diputadas morenistas Edith Palma y Rosana Díaz, además de Irlanda Márquez, del PT, brillaron por su ausencia en ese momento crucial. Le pusieron así la mesa al PRIAN para que aprobara el bulto de deuda.
Lo que sigue ahora es una batalla al interior del morenismo por la recomposición del grupo parlamentario, tras la marginación —si no es que salida— de al menos una de sus integrantes: Rosana Díaz, la más criticada por su ausencia.
Le cuentan a Mirone que con Edith Palma ya se ha hablado y, al parecer, las cosas han quedado mucho más en paz que con Rosana. Se da por hecho que recibió fuertes presiones desde el ámbito magisterial —mentora, como es— para que no “estorbara”. Pero con Rosana no.
La sospecha que flota ahora en el ambiente del morenismo recabreado por la derrota legislativa del martes es que a Rosana le llegaron, digamos que, con una carambola de tres bandas que terminó en el resultado que hoy conocemos y que colocó a la diputada en el centro de la denostación.
Si así fueron las cosas, esos grupos habrían ganado terreno en las simpatías del Palacio estatal, pero definitivamente hacia el interior del partido que gobierna el país, las cosas han quedado totalmente resquebrajadas.
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Si para ese entonces el planeta Tierra sigue siendo un lugar propicio para la vida humana, en el año 2048 habrá elecciones locales para designar al nuevo o nueva gobernadora del estado libre y soberano de Chihuahua.
Para entonces, la o el candidato ganador podrá decir en su toma de posesión que solo faltan dos años para terminar de pagar una deuda pública que se contrató hace casi 40 años.
Probablemente, el ciudadano chihuahuense que acuda a esa ceremonia podrá hacerse la misma pregunta que ahora nos hacemos todos: ¿y en qué se gastaron tanto dinero? Y, pues, la respuesta será la misma que hoy tenemos a la mano: sabe Dios en qué.
Hasta este viernes 19 de diciembre, el plazo promedio para terminar de pagar los más de 55 mil millones de pesos que le debe Chihuahua a la banca y a los bonos carreteros, era de 15 años y un mes, según los registros de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP).
Si nuestros legisladores, estos de la 68ª Legislatura —esos que, por lo visto, necesitan instalar un baño y un servibar en el salón de sesiones— no hubieran movido las cosas, ese bodoque de dinero terminaría de pagarse en el 2040. Pero no. “Lástima, Margarito”, como le decían a aquel personaje que nomás nunca ganaba una: ya no será así, ahora será hasta el 2050, porque ya no son 15, sino 25 los años de plazo para pagar.
Y eso no es todo: no son 55 mil 731 millones de pesos, como indica el corte más reciente de la SHCP, sino que al final del año ya serán 58 mil 731 millones. Como decía el anuncio de los Pronósticos Deportivos: “más lo que se acumule esta semana”.
Actualmente, el Estado se gasta más del 8 por ciento de su presupuesto en pagar intereses y amortizaciones a esa deuda tamaño familiar que se carga Chihuahua, la cuarta más grande del país.
Nada indica que las próximas cuatro administraciones puedan cambiar esa realidad: se les irá la vida en darle al “abonero” del banco, porque ni modo de sacarle la vuelta o mandar decir el clásico “no está” o “no hay nadie” para no pagar, ya que está garantizada con las participaciones federales que el Gobierno central le reparte a los estados.
¿Así, o más “contenta” la historia? Eso nos pasa por andar pidiendo prestado para gastar sin ton ni son, como lo hizo la antepasada administración, sí, la responsable de contratar más del 60 por ciento de esa deuda. Pero de eso les platicaremos en próxima ocasión.
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La sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) que ayer declaró culpable al Estado mexicano por un feminicidio ocurrido en Ciudad Juárez no nació en los escritorios del poder ni en la voluntad institucional.
Nació en las calles de esta ciudad. En la terquedad de una madre llamada Norma Andrade, una juarense que durante más de dos décadas se negó a aceptar la impunidad como destino y que, a fuerza de persistencia, obligó al Estado mexicano a rendir cuentas ante el mundo.
La década en la que fue asesinada Lilia Alejandra García Andrade estuvo marcada por el feminicidio en Ciudad Juárez. Fue un periodo de violencia sistemática contra las mujeres, normalizada por la omisión y la impunidad. En ese contexto, Norma Andrade y su compañera Marisela Ortiz, fundadoras de Nuestras Hijas de Regreso a Casa, emprendieron una lucha que logró que el mundo volteara a ver esta frontera, desafiando al Estado y poniendo en riesgo sus propias vidas.
La lucha de Norma no fue únicamente jurídica ni simbólica. Fue, literalmente, una lucha por sobrevivir. En el camino sufrió dos intentos de asesinato. El primero ocurrió cuando fue atacada con un arma blanca, una agresión directa que estuvo a punto de costarle la vida. El segundo atentado vino después, cuando hombres armados dispararon contra ella en un ataque frontal. No fueron advertencias veladas ni amenazas retóricas: fueron intentos claros de silenciarla. Un ataque fue en Ciudad Juárez, lo que la obligó a ella, a su hija Malu y a sus nietos a huir de la localidad; el otro ocurrió en la Ciudad de México, cuando aparentemente gozaba de protección oficial.
Ambos ataques quedaron impunes. El Estado no la protegió, no investigó de manera efectiva y no sancionó a los responsables. Esa omisión también forma parte de la condena internacional.
Pero, mientras las instituciones fallaban, Norma siguió. Siguió denunciando, marchando, señalando, llevando el nombre de su hija y de cientos de víctimas a instancias nacionales e internacionales.
Si la Corte IDH declaró responsable al Estado mexicano por el feminicidio de Lilia Alejandra, no es porque el sistema haya funcionado, sino porque la maestra Norma no se rindió.
La sentencia no solo reconoce la responsabilidad estatal en la desaparición, la violencia y el asesinato de una adolescente; también reconoce el abandono, la falta de protección y la violencia ejercida contra una madre que se convirtió en defensora de derechos humanos por necesidad.
Esta resolución no es solo justicia tardía para Norma Andrade. Es un precedente. Coloca al Estado mexicano en el banquillo y deja asentado que la omisión también mata, que la impunidad no es un error aislado y que la violencia estructural contra las mujeres tiene responsables.
Norma Andrade buscó verdad, justicia y memoria, y al hacerlo, no solo honró a su hija, sino que abrió una grieta jurídica y moral en la historia del país. Que una mujer de Juárez haya obligado al Estado a sentarse ante un tribunal internacional no es un hecho menor: es una advertencia y una gran lección.
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La inauguración de la prolongación de la avenida De Las Torres, presentada como una obra para agilizar la movilidad en el suroriente de Ciudad Juárez, dejó algo más que cifras de inversión y beneficios viales. El acto encabezado por la gobernadora Maru Campos también funcionó como un ejercicio de escenografía política, en el que los acompañantes dijeron tanto como los discursos.
A la ceremonia acudieron el presidente municipal de Juárez, Cruz Pérez Cuéllar; el cónsul general de Estados Unidos en Ciudad Juárez, Robin Busse; y el cónsul general de México en El Paso, Mauricio Ibarra Ponce de León, entre otros funcionarios de distintos niveles de gobierno. No se trató de una lista menor: la presencia de ambos representantes consulares suele reservarse para eventos de alto simbolismo binacional.
En ese contexto, la obra —financiada con recursos del Fideicomiso de Puentes Fronterizos y que conecta el bulevar Manuel Talamás Camandari con la calle Yepómera— se convirtió también en un mensaje político. Juárez fue presentada como un nodo estratégico de la frontera, donde la infraestructura vial dialoga con los cruces internacionales, el flujo comercial y la gobernanza compartida.
Para la gobernadora, la fotografía proyectó control institucional y capacidad de convocatoria en el municipio de Juárez, una plaza históricamente compleja para el Gobierno estatal. Para el presidente municipal Cruz Pérez Cuéllar, significó compartir escenario en una zona clave del suroriente, uno de los principales bastiones territoriales de su administración.
Así, más allá de los 35 millones de pesos invertidos, los tres carriles y los más de 500 mil habitantes beneficiados, la inauguración dejó una postal cuidadosamente construida, donde cada presencia tuvo peso propio.
Don Mirone