En Juárez, volver a casa no es alivio, es tormento. Los puentes que deberían ser la puerta de entrada a la patria se han convertido en un portazo burocrático que humilla a quienes cruzan.
Verá usted, mironiano lector, cruzar de regreso a México debería ser lo más sencillo del mundo para un juarense. Al fin y al cabo, hablamos de volver a casa, de entrar a su propio país. Pero no, aquí la lógica se invierte y el retorno se convierte en un viacrucis con semáforos ignorados, carriles cerrados y funcionarios que, a discreción, marcan el ritmo de las filas como si estuvieran tocando un tambor desafinado.
Lo dicen los propios usuarios: los semáforos de la aduana siempre están en verde, pero eso no significa nada. Aunque el foco marque paso libre, los agentes deciden si hay revisión o no, y lo hacen sobre la fila porque no pueden mandar al vehículo al área de inspección.
El cuello de botella es evidente. La mitad de la aduana permanece clausurada, apenas una sola área abierta y, para acabarla, funcionando con un solo carril. A eso súmele las barricadas amarillas de concreto, colocadas como copia barata de las de Estados Unidos, que apenas permiten la salida de un vehículo a la vez. Resultado: filas interminables y un ciudadano que paga con tiempo, gasolina y paciencia la ineficiencia de sus autoridades.
Así, lo que pudo resolverse en diez minutos se convierte fácilmente en media hora, cuarenta minutos o hasta una hora de espera.
“Me tardé casi una hora para entrar a Juárez el domingo, y lo único que hicieron fue preguntarme si traía cerveza”, cuenta un automovilista. Otro se queja: “El semáforo ni sirve, los agentes te paran aunque salga en verde, y nomás se quedan platicando entre ellos mientras las filas se hacen eternas”.
El colmo es que no siempre están abiertas todas las garitas. Falta personal, dicen, y la consecuencia es que miles de fronterizos —trabajadores, familias, estudiantes— quedan varados en las filas, perdiendo tiempo, gastando gasolina, contaminando y acumulando el estrés de un trámite que debería ser ágil. Todo para regresar a su propio país.
No son exageraciones: basta con darse una vuelta un viernes por la tarde o en un domingo familiar. Los autos se arremolinan sobre los puentes, las filas se extienden más allá de lo razonable y la paciencia de los conductores se evapora bajo el ardiente sol fronterizo. Mientras tanto, en los escritorios de la burocracia se habla de “modernización” y de “nuevos sistemas de control”. Discursos huecos, porque la experiencia real de los ciudadanos sigue siendo la de un calvario.
El problema es de concepción: la Aduana trata al ciudadano como sospechoso, no como alguien con derecho a un cruce digno. El semáforo debería ser una herramienta técnica, no un símbolo de discrecionalidad. Y el personal debería estar al servicio del usuario, no al revés.
La estocada va directa: si de verdad quieren presumir eficiencia, que empiecen por lo elemental. Abrir todos los carriles, agilizar los semáforos y respetar a quienes cruzan. Porque el juarense no pide trato VIP ni alfombra roja, lo único que implora es que volver a su casa no sea un castigo.
Ya basta de discursos triunfalistas. La frontera no se mide en inauguraciones ni en cifras burocráticas: se mide en el tiempo que pasa el ciudadano atrapado en una fila para regresar a su propio país. Y en esa medida, la aduana mexicana lleva años reprobada.
La ironía final: el semáforo de la aduana debería marcar verde para dar la bienvenida, pero en Juárez parece tener solo un color: rojo permanente… para la paciencia del ciudadano. Y mientras los focos se funden y las filas crecen, lo único que nunca se descompone es el valemadrismo de las autoridades.
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A casi seis meses de haberle dado la espalda al Consejo Coordinador Empresarial, la presidenta de Canacintra en Juárez, Isela Molina Alcay, anunció ayer que ya se acerca la hora de estrenar sombrilla patronal.
El anuncio lo hizo con la solemnidad de quien corta listón: viene un nuevo organismo de cúpula que, aunque ella insiste en que no quiere llamarlo “nuevo CCE”, huele, sabe y se parece bastante a lo que alguna vez fue la máxima representación empresarial de la frontera.
La novedad no está en el nombre, sino en la alineación. El equipo lo integran Canacintra, Coparmex, Desarrollo Económico y Competitividad Laboral. Y detrás de esas siglas aparecen los apellidos de siempre: De la Vega y Murguía. Nada menos que el grupo empresarial que en estos años ha demostrado sintonía con la 4T y que sabe cuándo acomodar la vela para que el viento presidencial sople a su favor.
Molina lo dijo bien claro: el nuevo club quiere aprovechar la posición estratégica de Juárez en el comercio internacional. Y para que no queden dudas de la lógica política, adelantó que los periodos de presidencia del flamante ente estarán pensados para empatar con los calendarios de Gobierno. ¿Casualidad? ¿Cómo cree? No, simple pragmatismo político-empresarial: aquí nadie quiere quedarse fuera del reparto cuando la federación baje recursos o proyectos.
Mironiano lector, la jugada es clara. Mientras el viejo CCE se achica y pierde reflectores, la 4T local se arma de un organismo a modo, con empresarios que saben acomodarse en la primera fila del teatro político.
El riesgo está en que lo que debería ser voz independiente de la iniciativa privada se convierta en un eco obediente del poder.
Bien harían los flamantes integrantes en recordar que su primera lealtad no es con Palacio Nacional, sino con esta frontera que reclama auténtica representación. Aunque, conociendo cómo se cocina la política y la grilla en Juárez, quizá la primera acta constitutiva ya venga acompañada de su respectivo manual de aplausos.
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En la Ciudad Judicial de Juárez las anécdotas parecen sacadas de un libreto escolar. Los jueces recién electos, que deberían llegar con autoridad al estrado, todavía andan como si se tratara de un ensayo general: nerviosos, confundidos y sin saber bien cuál es su papel.
Custodios penitenciarios cuentan que algunos llegan a preguntar por las audiencias que ellos mismos deben presidir, como si fueran alumnos despistados. Otros se meten directo a la sala y se sientan a observar el juicio sin dar la menor explicación. Solo cuando alguien les pide cuentas, confiesan que son jueces recién estrenados.
La confusión empeora porque los famosos gafetes que deberían identificarlos siguen en trámite en Chihuahua capital. Mientras tanto, ni los custodios saben si están frente a un juez de toga o a un curioso con chaqueta.
La escena sería risible si no se tratara de la justicia: ciudadanos que esperan sentencias firmes, víctimas que claman por certezas, imputados que exigen un juicio imparcial… y jueces que todavía actúan como practicantes.
El raspón va para el Tribunal Superior de Justicia: tanta fanfarria con la “elección histórica” de jueces y lo que entregan a Juárez es un casting mal armado, con improvisados que parecen alumnos en examen oral. La democracia judicial no se defiende con discursos bonitos, sino con impartidores que honren el cargo desde el día uno. Y si en el TSJ no lo entienden, el costo lo seguirán pagando los juarenses.
Y así quieren que la gente crea en la justicia…
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La delegación de Chihuahua que se plantó frente al Gabinete de Seguridad Federal llegó con la consabida excusa de siempre para justificar por qué en Juárez y en otros puntos de la entidad se disparó el índice de homicidios.
La misma de siempre: el pleito a muerte —literal— entre los brazos del Cártel de Sinaloa y la vieja estructura del Cártel de Juárez, ahora rebautizado como “La Línea”.
El guion se lo saben de memoria. Lo repitieron rápido, sin chistar, porque apenas si hubo oportunidad de cruzar palabra con la presidenta Claudia Sheinbaum. Eso sí, entregaron el diagnóstico de “seguridad” —que más bien parece de inseguridad— con los puntos calientes: Juárez, Guadalupe y Calvo, la ruta de Chihuahua a la sierra y el corredor de Aldama a Ojinaga.
El Gabinete quería otra cosa: una explicación seria de por qué septiembre se tiñó de rojo. Pero la respuesta fue la de siempre: las disputas internas, las escisiones y los “picos” de violencia que aparecen, según ellos, de “cuando en cuando”.
La exposición fue tan floja que hasta un cadete de academia la hubiera dado mejor. Lo más cómodo: culpar a los cárteles y cerrar el expediente. Y así, con un par de frases hechas, explican por qué Chihuahua sale tan feo en la foto nacional de homicidios.
En la mesa estaban todos: el fiscal César Jáuregui, el secretario Gilberto Loya, el alcalde Cruz Pérez Cuéllar y la gobernadora Maru Campos. Pero apenas pisaron suelo chihuahuense, la realidad les tumbó el discurso: balacera en Gran Morelos, cinco municipios cancelando las fiestas patrias y Juárez otra vez atrapado en el mismo “escenario de violencia” que fueron a vender en Palacio Nacional.
En pocas palabras, los dichosos “picos” de homicidios ya parecen cordillera. Bien podría llamarse la “Sierra Madre de la violencia”. Y si las autoridades piensan seguir administrando el caos con el mismo libreto de siempre, más temprano que tarde esa cordillera terminará sepultando a quienes hoy se esconden detrás de las excusas.
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La nueva presidenta del Tribunal Superior de Justicia, Marcela Herrera Sandoval, todavía no recibe el informe técnico sobre el deterioro estructural del edificio que alberga al Poder Judicial en la capital, pero ya se prepara para escuchar lo peor.
A su antecesora ya le habían advertido que los sótanos están a punto de colapsar, y la historia que le contarán a Herrera será prácticamente la misma. La llamada “Ciudad Judicial”, con su torre de nueve pisos, explanada monumental y dos niveles de estacionamiento subterráneo, es tan deficiente que repararla costará casi lo mismo que volver a construirla.
El diagnóstico no cambia: materiales de pésima calidad, trabes que nunca correspondieron al diseño y un avance mínimo en los trabajos de reparación. Dicho de otra manera, el complejo está hecho de tal forma que ni un estudiante de primer semestre en arquitectura se atrevería a presumirlo como maqueta.
Pero el verdadero golpe no es técnico, sino jurídico. La empresa constructora ya cobró, cobró caro y nunca fue sancionada. Cualquier acción legal prescribió hace años y, para rematar, la obra fue recibida como si nada. Así que el edificio defectuoso quedó bendecido por la formalidad administrativa: “construido y recibido a satisfacción”.
¿El resultado? Una infraestructura de mírame y no me toques, que requiere millones de pesos solo para que no se desplome el estacionamiento subterráneo. Y la factura, claro, saldrá de las arcas del propio Poder Judicial.
Por ahora ni soñar con pedir apoyo externo: bastante carga trae ya encima la institución con las cuentas pendientes de las jubilaciones doradas.
Así, la famosa “Ciudad Judicial” bien podría llamarse “Ciudad Adefesio”: un monumento al desperdicio que seguirá tragando millones mientras amenaza con venirse abajo.
Don Mirone