Poco a poco empieza a salir el peine del por qué la balacera en el cercano municipio de Gran Morelos, donde hasta hace poco tiempo los homicidios ocurridos en el año se contaban con los dedos de una mano.
A Mirone le dicen que, en efecto, se trata de un conflicto entre familias, donde no necesariamente está descartado el tema de la delincuencia organizada. Nada más hay que ver las armas que utilizaron los gatilleros para entender que eso era algo más que “ligero desencuentro” familiar.
El otro ingrediente que ha salido cual nata en leche hervida es el de la disputa política por el control de la administración municipal en ese enclave que tanto pesa dentro de la ruta que va de la capital del estado a la Sierra Tarahumara.
Fuentes de la Fiscalía General del Estado nos confirman que la lucha por el control político fue uno de los detonantes, lo cual quedó en evidencia con el hecho de que dos hijos y un sobrino del exalcalde Gilberto Gutiérrez Montes estén en la lista de las seis víctimas mortales.
Hay que recordar que Gutiérrez Montes ha sido alcalde en tres ocasiones. La primera, en el período 2013 a 2016, cuando fue postulado por una coalición que, en tiempos del duartismo no podía ser más oficialista, pues incluía al PRI, al PT, al PVEM y al ya desaparecido PANAL.
Luego, volvió a ocuparse del encargo en el 2018, pero ahora postulado nada más por el PVEM, y repitió la fórmula en el 2021. Ya para el 2024, su partido y su clan familiar perdieron frente a Oscar Luis Miramontes Pérez, quien llegó con las siglas y el subido color naranja de Movimiento Ciudadano.
Para ponerlo en contexto, hasta antes del 24, el apellido Montes aparecía ocho veces en los 21 ayuntamientos que ha tenido ese municipio.
Las versiones que ha dado la autoridad apuntan a que aquel zafarrancho ocurrido el 13 de septiembre confrontó a Gilberto y Socorro Gutiérrez, los hijos del exalcalde con sus primos Aníbal y Asís.
Luego, el pleito que inició en las fiestas patronales de Gran Morelos se extendió a Santa Isabel, municipio vecino.
Por si un ingrediente le faltara a ese pesado caldo de violencia, resulta que una de las seis víctimas mortales es Gilberto Arana Granados, un exmilitar estadounidense que perteneció a la Guardia Nacional de ese país.
Lo que nos faltaba: darle otro pretexto más al gobierno de Donald Trump para intervenir en México.
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La búsqueda de identidad para los cuerpos embalsamados del crematorio Plenitud se ha puesto más difícil que un examen de matemáticas para un alumno que no se sabe ni las tablas de multiplicar.
Los de la Fiscalía General del Estado le habían apostado a aplicar una técnica ya usada en otros momentos y lugares: rehidratar un dedo índice del cuerpo sin vida para tomarle la huella dactilar.
Hasta ahí, difícil, pero no imposible. Nos cuentan que se han podido tomar más de 100 huellas digitales de los cuerpos que llevan meses, si no es que años, esperando una morada final. Eso significa que faltan todavía unas 280, más o menos.
El problema no para ahí, pues hasta ahora el Instituto Nacional Electoral, el INE —que presume tener el banco de huellas más grande del país— no ha tenido gran éxito en eso de cotejar huellas y registros. Apenas unos cuantos han logrado salir del anonimato con nombre y apellido gracias a ese método.
El registro dactilar era la carta fuerte de la FGE para acelerar la identificación de los cadáveres que se acumularon de manera criminal en el bien llamado “Crematorio del terror”. Pero, ya con los días y semanas encima, lo cierto es que se ha logrado muy poco.
Y mientras el asunto camina a velocidad de oruga, la presión social no afloja. Las familias que exigen la devolución de los restos mortales de sus seres queridos no bajan el volumen, como tampoco aquellos que, con toda razón, se sienten estafados: no saben si las cenizas que recibieron corresponden realmente a su familiar.
Lo malo para la FGE es que ese vergonzoso asunto le apareció justo cuando tiene en puerta otras crisis nada menor: la instalación del nuevo Poder Judicial y el rebrote de violencia en distintos frentes del estado.
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Qué suerte tienen algunos… y algunas, de verdad. ¿Se acuerdan de aquellos jueces, magistrados y ministros que se oponían con toda ferocidad a la reforma judicial? Pues nada, que a muchos de aquellos gritones les vino rete bien el nuevo sistema de hacerse del cargo, ahora mediante el voto popular, y háganle como quieran.
¿Se acuerdan que una de las más envalentonadas opositoras al proyecto de reforma judicial era nada más y nada menos que la magistrada federal María Guadalupe Contreras Jurado?
Por si no lo tienen fresco en la memoria, allá por mediados del 2024, cuando la reforma aún era motivo de discusión, se armó una rebelión de altos vuelos entre los actores más empoderados del sistema judicial federal, quienes se oponían categóricamente a que los juzgadores fueran producto de una elección popular donde pudiera votar cualquier ciudadano con credencial en mano.
¿Qué decía la magistrada Contreras Jurado? Que la reforma judicial, en los términos en que la propuso el entonces presidente Andrés Manuel López Obrador, permitiría elegir a jueces “sometidos a quienes les propusieron para ser votados, lo que destruye la división de poderes”, según lo declaró a Norte Digital el 12 de julio del 2024.
La reforma de marras era tan mala, que —según ella— se pretendía desmantelar “el brazo más sólido y vigoroso del estado constitucional”, advirtió la magistrada rebelde.
¡Bieeen!, le aplaudían no pocos. ¡Así se habla!, decían quienes—no sin razón—veían venir una debacle institucional con la sacudida a todo el sistema judicial del país, federal y estatal.
Pues nada, que ahora esa misma magistrada que se tiró al suelo contra la reforma acaba de ser asignada al 2° Tribunal Colegiado del Decimoséptimo Circuito, con residencia en Ciudad Juárez.
Ahí compartirá encargo con otros jueces y juezas que sí llegaron al cargo mediante el voto popular. Sí, tendrá que “juntarse con esa chusma” que no arribó por la famosa “carrera judicial”, sino porque su nombre apareció en una boleta de votación… ¿y quizá en un acordeón?
Vaya usted a saber, lo cierto es que ahí van a continuar muchos que, como la magistrada Contreras, vieron venir el diluvio y ahora resulta que alcanzaron a meterse al arca.
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Mire nomás con la puntada de los señores de Grupo Ruba: bautizar las calles de su nuevo fraccionamiento en el suroriente con nombres sacados de la Biblia. Que si Monte Calvario, que si Desierto de Judea, que si Mar de Galilea. Como si Juárez no cargara ya con suficiente viacrucis todos los días.
La propuesta llegó a Cabildo y, como era de esperarse, los regidores le sacaron la cruz. El reglamento dice que los nombres de calles y fraccionamientos deben reflejar identidad local, historia o geografía del municipio. Y la verdad, más que recordarnos Tierra Santa, lo que urge es que los juarenses puedan vivir en una tierra menos olvidada.
Porque mientras se pelean por cómo llamar a las calles, en el suroriente las colonias nuevas nacen sin parques, con transporte público precario y sin escuelas suficientes. Es el mismo guion de siempre: levantar casas como si fueran cajas de cartón, bautizar calles con cualquier ocurrencia y luego dejar a los vecinos lidiando con la falta de servicios.
El detalle es que la nomenclatura no es un asunto menor. El nombre de una calle, de un parque, de un fraccionamiento, cuenta historias y genera identidad. Pero aquí preferimos nombres rimbombantes, importados o hasta religiosos, antes que voltear a ver lo que Juárez ya tiene para contar.
Si de veras quieren dejar huella, ¿por qué no proponer nombres que hablen de nuestra propia tierra? Colonias con calles que recuerden a los héroes anónimos de la maquila, maestras de barrio, médicos comunitarios, artistas fronterizos. O que se bauticen con palabras de raíz rarámuri, para reconocer la cultura originaria que sigue presente.
Nombrar no es poca cosa: es reconocernos en la ciudad. Si queremos que Juárez deje de ser un calvario, bien haríamos en empezar por dejar de ponerle cruces ajenas a sus calles y darle, de una vez por todas, dignidad e identidad propia a cada rincón que se habita.
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El Municipio armó la fiesta del Grito en El Sauzal con toda la parafernalia: luces, música, cohetes y discursos. Pero al día siguiente, lo que quedó fue la verdadera postal del festejo: montones de basura tirada en el parque de beisbol, olor a cerveza y bolsas regadas como si el patriotismo se midiera en desechos.
Ahora sí que el “Cochino de la Semana”, que balconea a los ciudadanos que ensucian la ciudad, debería esta semana de sancionar a sus propios funcionarios.
La ironía no podía ser más grande: si exhiben al vecino común con celular en mano, también deberian hacerlo con los organizadores del evento, ¿no? Y es que no hablamos de un descuido menor, sino de la omisión elemental de coordinar brigadas de limpieza al terminar la verbena. Lo que debió resolverse en horas, se dejó como resaca a los vecinos de la zona.
Lo propositivo es sencillo: auditorías internas después de cada evento masivo, sanciones claras a los funcionarios responsables de la omisión y brigadas obligatorias de limpieza coordinadas desde Servicios Públicos. Predicar con el ejemplo vale más que mil posteos en redes.
Porque en Juárez, el verdadero cochino no siempre anda en chanclas con una bolsa de plástico o tirando llantas a diestra y siniestra: a veces viste chaleco oficial, cobra nómina y deja que la basura hable por él.
Don Mirone