Mire usted, mironiano lector, que septiembre llegó cargado de pólvora en Chihuahua. Y no hablamos de las fiestas patrias ni de los cohetes del Grito, sino de un coctel explosivo que tiene a Juárez en estado de sitio y a medio estado convertido en escenario de una guerra de todos contra todos.
El ingrediente principal lo puso, sin proponérselo, el Gobierno de los Estados Unidos. Cerraron la frontera al cruce de migrantes indocumentados, se acabó el jugoso negocio de los polleros y con ello se vino abajo una de las fuentes más rentables del crimen organizado en el norte de México.
Las cuentas son frías: cerca de 100 millones de pesos al mes le entraban a las organizaciones criminales por la vía del tráfico de personas.
La historia es sencilla pero macabra: cada migrante no era solo un sueño americano andante, también era un billete con piernas. Se le cobraba por cruzarlo, se le cargaba droga en la mochila, o de plano se le secuestraba en el trayecto para pedir rescate. Ese mercado se desplomó y, como efecto dominó, la violencia se desbordó.
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Desde que Donald Trump decidió cerrar el paso a EU, los números de migrantes cruzando ilegalmente cayeron hasta en un 75 por ciento. Y con ello, los grupos delictivos que tenían la gallina de los huevos de oro se vieron obligados a reinventarse: secuestros exprés, extorsiones a comerciantes, venta al menudeo de cristal, ejecuciones como mensaje de control territorial.
La Línea, ese brazo armado del Cártel de Juárez que presume linaje de décadas, había mantenido cierta “prudencia empresarial”: rechazaban el fentanilo porque —dicen ellos— mata al consumidor demasiado rápido y porque pone a la DEA sobre la nuca. Ese supuesto código les había permitido no caer en la categoría de grupos terroristas. Eso lo afirman los estudiosos de la violencia.
Pero otros cárteles menos escrupulosos vieron la oportunidad. El mercado de las drogas sintéticas, baratas y adictivas, empezó a crecer sin pedirle permiso a nadie. Y ahí fue donde el tablero se volteó: se abrió un frente interno en la propia plaza juarense, con nuevos actores disputando territorio y viejas estructuras tratando de resistir el reacomodo.
El resultado se mide en cadáveres. Del 1 al 18 de septiembre, ya iban 59 homicidios en Juárez. El acumulado anual alcanzaba 721 muertos por causas violentas. En comparación con el año pasado, cuando septiembre cerró con 76 asesinatos, en menos de 20 días ya llevamos el 77 por ciento de esa cifra. Y lo que falta.
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El propio fiscal general, César Jáuregui Moreno, lo reconoció: “Chihuahua es teatro de operaciones de varios grupos criminales”. Y esa frase es oro molido porque confirma lo que todos vemos: aquí no hay un solo cártel mandando, sino un mosaico de mafias que se cruzan y se pelean por cada corredor, cada pueblo y cada esquina de frontera.
En el noreste, desde Aldama hasta Ojinaga, pasando por Coyame y Manuel Benavides, la pelea es entre La Línea y Los Cabrera, estos últimos con ADN duranguense y ligas históricas con el Cártel de Sinaloa. La captura de El Menchaca en Texas desató la reconfiguración: su hermano, El Menchaquita, buscó a Los Cabrera para no quedar fuera del pastel. El corredor que parecía estable se volvió hervidero, con aseguramientos de armas, ponchallantas y hasta trajes de francotirador.
En el suroeste, Guadalupe y Calvo volvió a ser tierra de nadie. El famoso Triángulo Dorado —Chihuahua, Durango y Sinaloa— volvió a hervir. Y tan grave es el asunto que la propia alcaldesa decidió suspender el Grito de Independencia por miedo a un atentado. Así, el municipio que debería ondear la bandera se rindió sin disparar, entregando las plazas a los criminales mientras el Gobierno estatal lo llama “medida preventiva”.
En Juárez, el epicentro, las escenas son de espanto: en Rancho Anapra una familia entera fue masacrada –la noche del jueves–, incluidos dos adolescentes de 13 y 15 años, mientras que en El Papalote, tres hombres fueron sacados de una casa y asesinados a mansalva, dos de ellos acomodados en un altar de la Santa Muerte.
Y si faltara algo, en Gran Morelos hasta las fiestas patronales se tiñeron de sangre. Seis muertos, nueve heridos y hasta casas incendiadas en un pleito que mezcló política, familia y crimen organizado. La versión oficial habla de un enfrentamiento, la extraoficial dice que fue la prolongación de un pleito familiar donde hasta exalcaldes metieron mano.
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Ante esta realidad, ¿qué dicen nuestras autoridades? Pues que estamos ante un “pico” de violencia. ¡Ah, caray! Qué consuelo. Como si a las familias les sirviera de algo que sus muertos formen parte de un “pico” y no de una tendencia.
El fiscal y el secretario de Seguridad estatal insisten en que todo esto es circunstancial, que ya pasará. Lo dicen con la misma calma con la que leen los partes de guerra: siete muertos en una noche, dos adolescentes entre ellos, y todavía tienen el descaro de suavizarlo con eufemismos.
La gobernadora Maru Campos acudió a la mesa de seguridad en Palacio Nacional, donde la presidenta Sheinbaum los sentó como alumnos reprobados a los que hay que revisarles la tarea. En la foto, la presidenta al centro, los mandatarios a los lados, y al fondo el secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, con cara de bombero que llega a un incendio que ya consumió medio edificio.
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Aquí lo decimos sin rodeos: la violencia en Chihuahua no es producto de un “pico” ni de un mal mes. Es consecuencia de la incapacidad del Estado mexicano para sustituir al crimen en los mercados que controla. Se cerró la llave de la migración, pero nadie previó que esos millones buscarían otra salida. Y hoy la estamos pagando con vidas de adolescentes, mujeres y familias enteras.
El crimen se adapta, el Gobierno apenas reacciona. Y mientras, la ciudadanía sobrevive.
Mire usted, mironiano lector, que este coctel fronterizo ya se sirvió en copa rota: no hay autoridad que lo aguante ni comunidad que lo resista. Chihuahua es un laboratorio de lo que pasa cuando la política pública se hace con ocurrencias y cuando el crimen lleva décadas de ventaja.
Y aquí viene la ironía final: mientras en Juárez la sangre corre, en la capital del estado discuten candidaturas, alianzas y reelecciones. Pareciera que los políticos viven en un universo paralelo donde la violencia solo existe cuando les conviene para el discurso.
Al final, el mensaje es claro: cuando se cierra una frontera, se abre una herida. Y Chihuahua, esa herida, no deja de sangrar.
¿Brindamos, entonces, por el “pico de violencia”? O mejor esperamos a que la próxima estadística venga servida en copa de cristal… del que ya inunda las calles.
Don Mirone