Durante la visita del presidente López Obrador a Chihuahua, quedó instalada la Comisión para el acceso a la Verdad, el esclarecimiento histórico e impulso a la justicia, del periodo 1965-1990, creada por decreto presidencial el pasado 6 de octubre.
Los comisionados para este trabajo hurgarán en los archivos militares, policiacos, hemerográficos, testimonios de familiares de desaparecidos, y hasta de los sobrevivientes que puedan encontrar en la entidad.
Se trata de localizar a los responsables de las violaciones a los derechos humanos cometidos por el Ejército, las guardias blancas, la Dirección Federal de Seguridad y la entonces Policía Judicial del Estado.
Buscan con ello hacer justicia a los familiares de quienes participaron en la disidencia y a los guerrilleros y militantes de la Liga Comunista 23 de Septiembre, que perdieron la vida durante la llamada Guerra Sucia.
Todo eso está muy bien, pero, ¿por qué remover solamente las cenizas de hace más de 50 años, si en la historia reciente de Chihuahua tenemos incendios que aún arden, con tantos muertos, atribuidos a la delincuencia financiada por los carteles de la droga, que ya no caben en los cementerios?
¿En qué son diferentes los muertos y desparecidos de hace 50 años, atribuidos a las guardias blancas del Gobierno, con los muertos de los últimos 17 años a manos del crimen organizado y también del desorganizado, que en vida pasaron por alguno de los procesos criminales de tortura, mutilación, asesinato y desaparición?
Mirone toma de referencia los 17 años de las tres últimas administraciones estatales, que sumaron en total la escalofriante cifra de 29 mil 368 asesinatos dolosos, un promedio de mil 727 por año.
Con José Reyes Baeza arreció la lista negra de asesinatos del crimen organizado, con 7 mil 100. Le siguió César Duarte con 10 mil 641 muertos y continuó el vano de Javier Corral con 11 mil 627, y eso que solo tuvo 5 años para acumular su récord.
En estas cifras fatales están incluidos miles de feminicidios que fueron desvirtuados por la misma autoridad investigadora –por considerarlos asesinatos del crimen organizado, dándoles el clásico carpetazo– así como el de miles de inocentes que fueron víctimas de venganzas, o cuya único pecado fue el haber estado en el lugar equivocado, a la hora equivocada y con las personas equivocadas.
¿Acaso para todas estas víctimas no hay quién busque verdad y justicia? ¿Acaso tienen menor importancia que las víctimas caídas en la Guerra Sucia? Se trata también de mexicanos y mexicanas, que quizá no fueron asesinados directamente por el Estado, como sucedió en la Guerra Sucia, pero, en definitiva, sí ha sido el Estado mexicano el que ha fomentado y permitido, por la corrupción de sus instituciones de seguridad, la impunidad con que mata el crimen organizado.
Podrán argumentar esos defensores de la verdad y la justicia, que el Gobierno de Chihuahua tiene las fiscalías suficientes para esas investigaciones y para el esclarecimiento y la persecución de los crímenes del fueron común, y tienen razón.
Pero si estamos viendo que los números se acumulan, que las morgues están saturadas y que en los camposantos ya están enterrando a las víctimas de pie por la falta de espacio, estamos frente a un escenario de autoridades ineptas, cómplices y corruptas, que también merecen ser investigadas.
Si esa responsabilidad de darle justicia a miles de víctimas de la violencia en el estado, se hubiera asumido por las autoridades como era su obligación hacerlo desde el 2004, cuando comenzó Chihuahua a teñirse de sangre, las cifras de muertos no estarían en este escandaloso nivel, que ya se acerca al número de civiles asesinados, en 20 años, en la guerra de los Estados Unidos contra Al Qaeda, en Afganistan.
Durante la Guerra Sucia, las fuerzas del Gobierno arrasaron con pueblos y comunidades en la montaña, donde hicieron detenciones ilegales en cárceles clandestinas, destierro, persecución, tortura y desapariciones, como práctica común para sembrar el terror; pero esas mismas técnicas y tácticas de miedo las usan ahora los sicarios de los carteles, con total impunidad.
Lo vimos en Juárez durante la administración de Reyes Baeza, con crímenes de alto impacto en albergues y en Villas de Salvárcar; lo tuvimos que ver con César Duarte, cuando los narcos impusieron el toque de queda en pueblos de la sierra y lo comprobamos también con Javier Corral, con los ataques, incendios y ejecuciones masivas en el noroeste de la entidad.
En la “visión de la memoria colectiva”, término de moda de la 4T, cobran sentido los acontecimientos que deben mantenerse vivos, para después comunicarlos a las nuevas generaciones, como son los hechos de la Guerra Sucia, pero, ¿por qué no se aplica también esa mirada escrutadora al proceso de virtual exterminio en que se ha convertido la actividad criminal en el territorio chihuahuense?
Si es cierto que la Comisión de la Verdad se formó ante las constantes denuncias de familiares de desaparecidos, que también las llevaron a las Naciones Unidas donde fueron recibidas como crímenes de Estado, no menos cierto es que son más las voces que protestan todos los días desde diferentes trincheras, contra la impunidad de los feminicidios y la narcoviolencia. ¿Acaso estas voces no se escuchan?
Ahora sabemos que los investigadores que participarán en la Comisión, rastrearán a los grupos de contrainsurgencia que operaron desapariciones, torturas y asesinatos extrajudiciales. ¿Y por qué no se rastrean ahora las agencias policiacas que por unos fajos de dólares cometen los mismos delitos al servicio de los narcos y en contra de la población?
Tanto los hechos de la Guerra Sucia como los de la guerra del narco han marcado la historia de Chihuahua por las violaciones graves a los derechos humanos, pero la primera tiene el aval presidencial, mientras que la segunda es olímpicamente ignorada desde hace 17 años y sigue acumulando impunidad. Muchas preguntas aquí planteadas no deberían quedar en el limbo.
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En el lamentable caso del accidente en Chiapas, donde murieron 55 migrantes y 104 más resultaron lesionados, las autoridades federales y estatales de aquella entidad se han estado lavando las manos con el absurdo argumento de que el tráiler que los transportaba no pasó por los retenes de la Guardia Nacional ni por los de la Policía local.
Bueno, el colmo de esta tragedia fue que el jefe del Ejecutivo federal, Andrés Manuel López Obrador, casi casi responsabilizó al presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, por no atender sus recomendaciones de apoyar a los países exportadores de migrantes con programas de bienestar, como el de México, para que ya no se vayan de su tierra.
El mandatario lo dijo en tono endurecido durante su conferencia mañanera en la ciudad de Chihuahua, pero tal parece que se le olvidó que el fatal accidente ocurrió en suelo mexicano, donde la responsabilidad de velar por la seguridad de los migrantes es únicamente del Gobierno mexicano, de nadie más.
Por lo mismo, resulta también increíble y ridícula la declaración que a manera de justificación hizo el comandante de la Guardia Nacional, Luis Rodríguez Bucio, cuando afirmó que el tráiler que transportaba de forma ilegal a 166 personas, no pasó por ninguno de los retenes instalados por el Gobierno federal en las carreteras de Chiapas, para contener el flujo de migrantes.
Fue notable la insistencia y urgencia con las que el Gobierno federal y el de Chiapas se apresuraron a negar que el tráiler hubiera cruzado por alguno de los puestos de revisión, y a los que informaron lo contrario, como Proceso, de inmediato los trataron de desmentir.
Aquí el asunto es que, haya pasado o no por los puestos de revisión de la Guardia Nacional, el tráiler iba cargado con 166 seres humanos, no con vacas, y por lo tanto, mucha gente sabía de su travesía y del modo en que la iban a realizar.
Nadie cree que el chofer del tráiler, prófugo de la justicia hasta ayer tarde, haya tenido solo, sin nadie que le ayudara, la ocurrencia de cargar sus cajas con 166 personas para sacarlas del estado y acercarlas a la frontera norte.
Por lo tanto, tampoco nadie cree que este individuo sea el dueño del tractocamión ni que trabaje por su cuenta o que sea un pollero pirata. Quienes organizaron el traslado de los migrantes son indudablemente parte de una banda de traficantes, que cobran millones de dólares por su criminal actividad y pagan la complicidad de autoridades federales, estatales y municipales, para mover sus cargas humanas con total impunidad por las carreteras del país.
Si el tráiler pasó o no pasó por un retén no es lo importante, sino el hecho de que hay una organización detrás de este crimen que tiene nombres y apellidos, y que debe responder.
Solo falta que las autoridades sigan jugando al Tío Lolo y cuando aprehendan al chofer le finquen a él solito todos los cargos y tan tan, se hizo justicia y caso cerrado, como con la doctora Polo.
No será la primera vez que ocurra algo así y que los encargados de procuración de justicia agarren al chofer como chivo expiatorio.
Lo hemos visto antes en la tragedia de estación Lucero, cerca de Villa Ahumada, en 1977, cuando un tren de pasajeros chocó contra un camión cisterna y hubo 34 pasajeros que murieron calcinados, porque los vagones no tenían puertas de emergencia y las ventanas estaban selladas. No obstante, el chofer del camión cargó con todas las muertes.
Lo vimos después en la tragedia del aeroshow en la ciudad de Chihuahua, donde 9 personas murieron aplastadas por una troca monstruo que se salió de control en una pista que no reunía las medidas de seguridad, tolerada por la autoridad municipal. También en este caso, el chofer pagó los platos rotos.
Ahora, habrá que esperar el resultado de las investigaciones para ver que no se aplique el mismo patrón de impunidad para los responsables, que en el caso de los migrantes deben ser muchos, de todos colores y sabores.