El reloj todavía no marca las 10 de la mañana, pero en aquel camino de tierra que conduce hacia el Panteón Municipal San Rafael, ya va llegando un tráiler cargado de 67 cuerpos cuyas identidades no pudieron ser verificadas por personal del Servicio Medico Forense.

En el convoy va una camioneta tipo van del Semefo, patrullas de la Policía Ministerial y personal operativo de distintas funerarias de la ciudad. Una vez que han ingresado al camposanto, la fila de vehículos se dirige a una de las áreas más recónditas.


Allá, pasando todas las cruces, lápidas y flores que recuerdan la vida de seres queridos que fallecieron en esta frontera, detrás de pequeños montes de tierra y hierba, está una de tantas fosas comunes que utiliza la Fiscalía General del Estado para vaciar las instalaciones del Semefo.


Algunas cruces y lapidas llaman la atención rápidamente a la vista, nombres como el de Carlos Iván García Vergara o Juan Martínez, pudieron salir del olvido y sus familiares tienen un sitio para recordarlos. Pero en su mayoría, el lugar está lleno de pilares de cemento que tienen números y letras, que para la mayoría son inentendibles, pero que simbolizan una carpeta de investigación abierta por parte de la Fiscalía General del Estado.


Esa carpeta de investigación lleva dentro de sí una vida, sueños, esperanzas, miedos, alegrías y tristezas, que permanecen en el olvido a mitad del desierto.
Héctor Manuel Jácome Hernández, perito coordinador de Zona Norte y Servicios Periciales y Ciencias Forenses, asegura que este no será su último lugar de descanso y que tienen disponible información genética de cada uno de los perfiles, pero los pocos casos de identidades descubiertas no son una señal de alivio para aquellas personas que buscan a sus familiares desaparecidos.


En esta ocasión, los cuerpos que están siendo inhumados son de personas fallecidas entre 2021 y 2023. Trece de ellas fueron mujeres y el resto, hombres. Las causas de muerte son diversas: homicidios, accidentes automovilísticos o muerte natural, entre otras.
Aproximadamente a las 10 horas con 3 minutos, personal de las funerarias y de la FGE abre las puertas de aquel tráiler lleno de muerte. El olor de descomposición es penetrante y se queda impregnado en la ropa y en las manos de quienes están alrededor.


Hace no poco tiempo, una madre cuya hija forma parte de esas catastróficas cifras de personas desaparecidas, dijo que los fuertes vientos no se deben a ninguna condición climática especial, sino que son sollozos de aquellos cuya vida les fue arrebatada y que todavía estando fuera de este plano terrenal y utilizan los medios que pueden para pedir justicia.
Conforme los cuerpos bajan del camión y los números con los que fueron identificados comienzan a quedar sepultados en aquellas fosas que fueron abiertas para ellos, el viento comienza a arreciar de tal forma que dificulta la labor de los trabajadores.
La arena desértica se levanta del suelo y se dirige hacia los ojos y dentro de la ropa de los que se encuentran presentes. A pesar de que se lleve consigo un cubrebocas, lentes y demás prendas para evitar la molestia de la tierra, esta termina por ingresar a los lugares más inhóspitos del cuerpo.


Aquella escena parece una batalla entre el personal de la FGE y aquellas almas que se niegan a caer para siempre en el olvido. Por acción del viento, aquellos que tratan de inhumar los cuerpos se equivocan de foso o no pueden realizar las maniobras necesarias porque la arena les impide moverse a plenitud.
Pareciera que las almas hacen su mayor esfuerzo para que no las dejen adentro, para que alguna fuerza climática impida que sus cuerpos se queden ahí, pero para este momento, ya es demasiado tarde.

Desde su muerte, se han convertido en una carga para el Estado. Una carga muy pesada y difícil de procesar, que es preferible tenerla a cientos de kilómetros, en el punto más lejano de la ciudad, a regresarles el nombre y que sus familiares tengan un sitio en el cual llorarles.


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