La confianza en un Gobierno no se mide en discursos ni en giras, sino en su capacidad de respuesta ante la desgracia. Cuando el agua sube, también suben las expectativas. Un pueblo puede soportar la lluvia, pero no la indiferencia. Y eso es lo que está a prueba en México: la reacción de las autoridades frente a una tragedia que no solo anegó colonias y caminos, sino también la credibilidad institucional.
Entre el 6 y el 9 de octubre, 64 personas perdieron la vida y 67 siguen sin aparecer. Veracruz, Hidalgo y Puebla se llevan la peor parte. Carreteras colapsadas, puentes dañados, viviendas destruidas, miles de damnificados. La Marina, la Sedena y la Guardia Nacional desplegadas. Todo suena a protocolo cumplido, pero la gente sigue esperando ayuda, víveres, agua limpia y electricidad. Y cuando la respuesta tarda, la confianza se evapora tan rápido como el agua bajo el sol del desastre.
Porque la confianza ciudadana nace —o muere— en los minutos posteriores a la tragedia. Si la ayuda llega, el ánimo se mantiene; si se retrasa, se transforma en reclamo. Lo que ocurre en los estados afectados por las lluvias torrenciales de octubre es la muestra más reciente de un mal crónico: la burocratización de la emergencia. Todo debe pasar por una firma, una validación, un conteo. Mientras tanto, los damnificados siguen contando lo único que les queda: los días sin agua ni electricidad.
Y en ese punto, la transparencia se vuelve una obligación moral. ¿Dónde están los recursos? ¿Cuándo se entregarán? ¿Qué colonias siguen sin servicio? El Gobierno promete “tableros abiertos” con datos actualizados, pero siguen sin publicarse. En cambio, son los vecinos, los medios locales y los grupos de voluntarios quienes organizan mapas de desaparecidos y refugios. En plena era digital, la información oficial sigue llegando en boletines atrasados. La tragedia se mide con números, pero se sufre con nombres.
Mientras tanto, Ciudad Juárez observa su propio cielo con escepticismo. Lo de la noche del 13 de octubre fue una advertencia: una lluvia intensa bastó para desnudar la fragilidad urbana. En apenas unas horas, calles convertidas en ríos, autos arrastrados y una víctima mortal. Un hombre perdió la vida al intentar cruzar la calle Tapioca, y otro resultó herido cuando se desplomó el techo de su vivienda en El Sauzal. Doce colonias inundadas, pasos a desnivel cerrados, bardas caídas y diques al límite.
El titular de Protección Civil informó que los diques del poniente alcanzaron niveles críticos. Los arroyos del Mimbre y de las Víboras desbordaron hacia el río Bravo. La colonia Revolución Mexicana se llevó la peor parte: la presa de contención rebasó su capacidad. Es decir, el sistema pluvial de la ciudad no soporta una tormenta de temporada, y no hace falta ser ingeniero para verlo. Las rejillas tapadas, el drenaje colapsado, los pasos a desnivel convertidos en trampas de agua. Cada año ocurre lo mismo, y cada año se promete “reforzar los trabajos preventivos”.
Aquí cabe la pregunta de siempre: ¿es justo culpar completamente al Gobierno municipal o estatal? No del todo. Porque el clima extremo no puede controlarse ni preverse al milímetro, y porque la prevención es una responsabilidad compartida: de la autoridad, que debe limpiar, señalizar y advertir; y del ciudadano, que debe atender las alertas y no desafiar la fuerza del agua. Pero también es cierto que la tragedia no la provoca la lluvia, sino la falta de planeación.
Cada vez que un mexicano muere ahogado en su propia calle, no fue la tormenta la que lo mató, sino la negligencia. Porque los arroyos se urbanizaron sin control, las zonas de riesgo se lotificaron por intereses políticos, y los drenajes se olvidaron mientras se presumían obras “históricas” que no resisten una noche de lluvia.
El país se acostumbra a reaccionar. A esperar que caiga la tormenta para entonces limpiar el drenaje. A improvisar refugios cuando ya hay damnificados. Y cuando llega la ayuda, suele llegar tarde y con propaganda. La tragedia se convierte en escenario político: funcionarios que reparten víveres frente a cámaras, promesas de “reconstrucción inmediata” y comisiones que desaparecen junto con los recursos.
La confianza ciudadana no se gana con discursos de empatía, sino con eficiencia. La autoridad debe ser la primera en llegar, no la última en justificar. Porque el ciudadano no espera milagros, espera orden. Espera saber que hay un plan, que hay recursos, que hay manos.
La tormenta de octubre no solo dejó agua y lodo. Dejó una lección de vulnerabilidad institucional. México no puede seguir enfrentando cada temporada de lluvias con improvisación, ni con la fe de que “ya no lloverá tanto”. Necesita drenaje, planeación, alertas reales y, sobre todo, un compromiso ético de sus autoridades.
La naturaleza golpea. Pero la negligencia empapa. Y esa, no se seca con el sol del día siguiente. Ahí El Meollo del Asunto.
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