Tras 18 años de trayectoria como juez, Apolinar Castro Juárez concede su primera entrevista a un medio de comunicación. Lo hace ahora, jubilado y sin ataduras institucionales, dispuesto a reflexionar sobre su vida en el estrado, el peso de la justicia y las heridas que deja un país marcado por la violencia.
Cuenta que su camino comenzó mucho antes de portar la toga. Fue empleado de la entonces Procuraduría General de Justicia del Estado y, tras aprobar un examen riguroso, logró convertirse en juez con una de las mejores calificaciones. Nació en Guaymas, Sonora, pero creció en Chihuahua capital, donde transcurrió su infancia y juventud. A los 23 años vio una convocatoria para ingresar a la Procuraduría y fue aceptado en la academia de la Policía Judicial del Estado en Ciudad Juárez, donde se graduó con el primer lugar de su generación.
Por entonces estudiaba Contaduría, pero pronto abandonó esa carrera: no era su vocación. Decidió prepararse como agente estatal y, sin imaginarlo, esa decisión marcaría su vida.
“Fui agente por vocación”, dice con serenidad. “El Derecho Penal es mi vida”.

Del aula al estrado
Tras egresar de la academia fue asignado a la Contraloría y Asuntos Internos, donde permaneció ocho años, ascendió a jefe de grupo e inició sus estudios de Derecho. Más tarde aplicó a una convocatoria para comandantes, donde obtuvo el primer lugar en la categoría de segundo comandante y fue enviado a Ciudad Juárez, a la plaza más importante del estado. Llegó el 12 de diciembre del 2000 y ahí concluyó la licenciatura.
Después de dos años renunció por motivos personales y regresó a Chihuahua capital, donde inició una maestría en Administración Pública que dejó inconclusa. Uno de sus antiguos jefes lo invitó a trabajar como agente del Ministerio Público en Ojinaga, adscrito a los juzgados civil y penal. Permaneció ahí hasta 2006, involucrado en la transición al nuevo sistema penal. Su deseo era volver a Juárez, reactivar su casa y continuar su carrera, pero no había vacantes. Cuando se abrió una convocatoria para jueces, aplicó y obtuvo una de las calificaciones más altas. Así volvió a esta frontera, esta vez con la responsabilidad de juzgar.
“Es una satisfacción enorme —dice—, porque cuando uno hace las cosas por vocación, el Derecho Penal se convierte en una forma de vida. Tener oportunidad de aplicarlo desde distintos ángulos ha sido mi vida. Ser juez es una gran responsabilidad. Desde el principio uno se siente pequeño, piensa: no lo merezco. Pero el deber de garantizar los derechos de las personas le da sentido a todo”.
Habla de la enorme carga de trabajo y del compromiso que implica cada decisión. “En la grandeza de ser juez, a todos nos pasa sentirnos chiquitos. Al principio se duda, pero el conocimiento y la preparación son las herramientas que permiten actuar con rectitud”.
Los años duros del sistema
Recuerda los tiempos difíciles en la Procuraduría, cuando ser agente implicaba comprar su propia gorra o torreta y las armas provenían de decomisos.
“Ni pensar en chalecos antibalas”, comenta. En aquellos años incluso existían los llamados “madrinas”, ayudantes al margen de la ley.
Todo empezó a cambiar con la creación del Sistema Nacional de Seguridad Pública y la llegada de la Iniciativa Mérida, que profesionalizó a los cuerpos policiales y etiquetó recursos específicos.
“Ahora los agentes investigadores son profesionistas, con mayor preparación académica”, dice el juez.
El nervio del primer estrado
Ríe al intentar recordar su primera sentencia. “Recuerdo el estrado, la primera audiencia, lo imponente que fue. No recuerdo el caso, pero sí el nervio. Todos los jueces iniciamos con un cien por ciento de nerviosismo, y con el tiempo, con cada audiencia, uno va fluyendo. En dos años el estrado deja de imponer”.
Confiesa que al principio temía no mencionar un artículo, no fundamentar correctamente, y luego llegaba la autocrítica. “Siempre hay un autoexamen. Uno piensa ‘me quedé corto, pude citar otro criterio’. Pero el error está previsto en la ley, por eso existen las impugnaciones. La decisión de un juez no es absoluta; está sujeta a revisión. México es un país desconfiado en materia de derechos, lleno de candados en la función jurisdiccional. A veces es bueno, cuando protege a una víctima real, pero también se abusa de esos derechos por quienes buscan impunidad”.
Las noches sin dormir
¿Y las noches sin dormir? “Muchísimas veces”, responde. “Aunque ese insomnio ocurre antes de dictar la sentencia. Una vez emitida, llega la tranquilidad. La función jurisdiccional no es cómoda. El juez debe decantarse por una postura, al costo que sea. A veces el costo social es alto, pero para eso nos tiene la comunidad: para que demos la decisión correcta, sea la que sea”.
Reconoce que el desgaste de la sociedad se refleja en los tribunales. “Vivimos en un país cansado de la impunidad. La gente quiere ver castigo, justicia inmediata. Pero el juez tiene la obligación de revisar primero si la detención fue legal. Si no lo fue, debe poner en libertad al detenido, aunque duela”.

La cárcel como espejo del país
Habla con tono de maestro cuando se refiere a la cultura punitiva: “Seguimos viendo la cárcel como castigo, cuando su propósito debe ser regenerar al individuo. Antes se hablaba de readaptación social, pero era un concepto discriminatorio. Luego vino la reinserción, centrada en el sentenciado, pero el término correcto debe ser regeneración social, porque incluye al sentenciado, a la víctima y a la comunidad”.
Los hijos del abandono
Apolinar Juárez habla sin prisa, con la cadencia de quien ha aprendido a escuchar el silencio del estrado.
“México es un país violento —dice—. Los jóvenes son quienes pagan la complacencia del Estado frente al crimen. Los que mueren tienen entre 16 y veintitantos años, y quienes los matan son de la misma edad. Son los más vulnerables, los más reciclables para los grupos criminales. Los detienen, los líderes los abandonan, no les ponen defensas. Son crímenes atroces. Antes era impensable una decapitación; hoy es común”.
Sostiene que el problema no se resuelve con más cárceles, leyes duras o policías, sino con valores. “Fomentamos vicios, no virtudes. Falta una política de Estado que atienda a la infancia. Muchos de los huérfanos de la violencia del 2008 al 2011 fueron reclutados por el crimen organizado. El Estado los abandonó”.
La violencia que nace en casa
Habla con dureza de lo que llama el origen de todos los males: la violencia familiar.
“Es el delito madre de todos los delitos. Si un niño vive violencia en casa, se forja para comportarse igual ante la sociedad. En mi experiencia, todas las personas que cometieron secuestros, homicidios u otros crímenes graves, tuvieron carencias familiares o abandono estatal. Entrar en ese submundo tiene un promedio de vida de cinco años: cárcel o tumba. Por eso hacen falta políticas públicas tempranas, antes de que un niño termine convertido en sicario”.
Recuerda la historia misma del castigo: “La pena es sinónimo de sufrimiento, de aflicción. Las cárceles nacieron como mazmorras, como venganza pública. Y aún hoy persiste esa idea de sanción ejemplar, de hacer sufrir al infractor”.
Entre la ley y el miedo
Sobre la independencia judicial, asegura que los jueces, en general, trabajan con libertad. “Se respeta ese esquema, aunque haya excepciones. Si alguien intenta influir, estamos obligados a reportarlo al Pleno. El juez tiene que resolver conforme a la ley, incomode a quien incomode. A veces incomoda al Estado, a las Fiscalías. Si no tuviéramos fuero, muchos jueces ya habríamos sido objeto de venganza estatal”.
¿Temió por su vida? “Muchas veces. Presidí más de diez mil audiencias. En los años 2008, 2009 y 2010, cuando se empezó a procesar a miembros del crimen organizado, claro que había temor. Sabemos el idioma del crimen”.
La fe del juzgador
También habla de fe. “Soy creyente”, confiesa. “Pero el juez debe reservar sus ideologías religiosas y políticas, porque debe resolverle a toda la comunidad. Los valores morales vienen de la familia, de los amigos, de la escuela y de la religión”.
Cuando se le pregunta cómo imagina su juicio ante Dios, suelta una risa breve. “Como el que todos imaginamos. Uno sabe lo que carga en la conciencia. He tratado de ser una persona de bien. Espero tener un juicio favorable, aunque como juez sé que la resolución se dará hasta el final”.
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