El Chamizal eran unas cuantas calles. Entre otras la Stanton, la Paisano, las calles Diez y Once. Y eran unos cuantos comercios de ropa usada vendían en el primer piso, al mayoreo; y en al menudeo en el sótano.
Esto, y “Naesner´s”, con sus gangas comerciales de cinco y diez centavos de dólar. Esto y la empacadora “Raytona”. Y el edificio de ladrillos rojos de “fachada” desde cuyos patios se distribuían los braceros con rumbo a los campos agrícolas de Texas y tierra adentro.
Y un número pequeño de casas, semidestruidas, desde cuyos barandales de madera, estas calurosas tardes de julio, asomaban los ojos, de un cristalino café, de los niños fronterizos que estudiaban en inglés y recibían misa en español.
Ciento setenta y siete hectáreas con un valor catastral de 250 millones de pesos, según los datos del querido cronista de la ciudad en los 90´s, don Ignacio Esparza Marín, que apuntó en uno de sus libros de la serie “Monografía histórica de Ciudad Juárez”.
Pero en el terreno de los hombres y del río, las cifras carecían de importancia.
El laudo de 1911
Los siguientes arbitrajes; la labor un poco callada de la Cancillería; las escaramuzas legales de la Comisión de Límites; los problemas urbanísticos; los puntos de vista técnicos, sobre el cauce que debiera seguir o no seguir el agua bronca , que divide a México y Estados Unidos, estaba en el debate de los juarenses y paseños de la época.
Los límites, la frontera compartida, la imaginaria, la geográfica y la geopolítica se resumían en los díceres populares en “por mandato de dios o por capricho del hombre”, aunque para la diplomacia mexicana el retorno pacífico de las tierras a México tenía un tono de principios de soberanía y dignidad nacional.
Uno de los actos oficiales de la entrega de El Chamizal
Aún con las hostilidades ocurridas en la relación bilateral entre México y Estados Unidos, ocurridos a lo largo de la historia, este proceso legal de entrega de tierras entró en un momento pacífico, no pecuniario y sí de gesto amistoso.
Así lo consideraron los prestamistas de la avenida El Paso y de forma especial, el propietario del negocio de cambios “Benny´s”, que lideraba la empresa del ramo en el centro de la ciudad gemela de Ciudad Juárez.
El presidente estadounidense Lyndon B. Johnson (izquierda) con su homólogo mexicano Adolfo López Mateos develando el señalamiento que marca los nuevos límites fronterizos entre ambos países tras la devolución del Chamizal.
En otros tiempos, Ciudad Juárez se había llamado Paso del Río Bravo del Norte de los Indios Mansos. Sí, porque los apaches mezcaleros que habitaban allende el Bravo, se distinguían por sus ataques a la población, a donde llegaban a comerciar con sus habitantes el licor que conseguían del sur.
En aquel tiempo, la ciudad había visto el triunfo de las armas de Madero y Villa, que tuvo como consecuencia la renuncia del presiente Porfirio Díaz el 25 de mayo de 1911. Juárez, entonces era una villa de huertas de manzanas, de membrillos, de peras, duraznos y grandes extensiones de vid y algodón, el mejor del mundo. Un vergel.
Doña Carmen Vargas, de 81 años de edad y madre del abogado Aureliano González Vargas, recordaba a su abuelo, don Sebastián Vargas, uno de los fundadores de la ciudad: “El ruido estaba entonces del otro lado”… Allende el Bravo. Aquende el río los Inocente Ochoa, los Escobar, se dedicaban a la huerta y el vino, que llegó a ser el más famoso en la república.
El ruido estaba del otro lado. Y “el otro lado” al que refiere doña Carmen no era más que una calle, la hoy civilizada calle San Antonio, donde los “sheriffes” morían a balazos y los “cowboys” perdían el caballo en su trayecto zigzagueante rumbo a las cantinas.
Todo se decía en aquel tiempo: Que si El Chamizal era el basurero de El Paso, que si sus inmensos mercados de chatarra que observaban los viajeros al cruzar la línea, eran una vergüenza nacional, que si en lugar de devolver los terrenos mejor hubiera un reparto más equitativo del agua de la presa Falcon.
Y un texano, amigo de Sam Navarro, funcionario del condado de El Paso: “Supongo que ahora querrán que les devolvamos Texas”. El exalcalde de El Paso, Ralph Seitsinger, estimado comerciante de la localidad, lo explicaba a su manera: “Cosas de la política. En realidad yo no pienso en El Chamizal, El Paso y Ciudad Juárez con un mismo destino económico. Las dos ciudades se complementan”.
De El Paso, de forma precisa, en la persona de uno de sus alcaldes, Raimundo Téllez, había surgido el primer ciudadano norteamericano, de origen mexicano, electo para gobernar una comunidad. Después este señor fue nombrado embajador de Estados Unidos en Costa Rica.
Pero la pasión desbordaba de todos modos. La de la política y la de las calles ¿Quiénes iban a indemnizar a los que resultaban afectados por el regreso de El Chamizal a México?
Aureliano González Vargas y otros abogados destacados, se ponían de acuerdo para explicar que “una de las pruebas de que Estados Unidos jamás había considerado El Chamizal como cosa propia, sino transitoria de su destino geográfico, aún histórico, era la de que su gobierno carecía de propiedades en ese territorio”.
Los abogados, miembros distinguidos de la comunidad discutían en el tema y otros más, como tertulianos, en el restaurante “Florida”, en la avenida Juárez, en el que degustaban de los mejores filetes de ternera de la región.
Las mismas oficinas de Migración, sobre la margen izquierda del río, eran rentadas a la familia Morgan, dueña de la construcción. De este modo, desde hacía tiempo, Washington se había lavado las manos. En el inmueble hoy se ubican oficinas de Recaudación de Rentas y Registro Civil.
Pero ¿qué iba a ocurrirles a los particulares? En la discusión pública prevalecía que México no pagaría nada y que sólo recobraría lo que le pertenecía: el asunto “carecía de moral, de razón jurídica y hasta de dignidad nacional”.
¿Estados Unidos? Tampoco tenía porqué hacerlo, dado que siempre se consideró El Chamizal un caso “subjudice”. Algo por definirse, prueba de ello, es que la compañía que expidió los “seguros de propiedad” a los compradores de estos terrenos, tras dejar El Paso, se instaló en Tucson, Arizona, por cinco años y luego huyó. Desapareció.
Quienes compraron tierras en esta zona, con la intención de hacer negocios, sabían el riesgo en que estaban, dado que los títulos de propiedad extendidos por la empresa defraudadora no podían sostener su legitimidad, por este camino se llegó al elemento humano que tenía el problema.
Después de solucionado el caso y recibido la orden de desalojar la zona, los “pick-up” empezaron a trasladar colchones y retratos; viejos baúles y bultos de familia, de una calle a otra de El Paso, ante los rostros de asombro, de azoro, de enojo y otros de incredulidad por espectáculo semejante.
Porque los 20 mil habitantes de esa región de México, se dividían en tres grupos. El que integraban los norteamericanos, sajones, que dejaron El Chamizal junto con las compañías norteamericanas, que dejaron abandonados los cascarones de las fábricas y de sus casas.
Y el segundo grupo, constituido de norteamericanos de origen mexicano, que decidieron pasar al lado sajón, y el tercero, personas que se quedaron dentro de los nuevos límites de México y con ello confirmaron su nacionalidad mexicana.
En esta zona, contenida en 177 hectáreas, en la que la suerte fue decidida por un capricho geográfico, se hizo el parque urbano más grande en Ciudad Juárez, luego de que en octubre de 1964, los presidentes Lindon B. Johnson y Gustavo Díaz Ordaz se reunieran para formalizar la entrega de los predios.
La tierra jamás se había movido de lugar. El río había cambiado de sitio. Y también los hombres, pero no así la tierra.
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