A una semana del incendio ocurrido en las instalaciones de la estación migratoria Lerdo, que hasta ahora ha costado la vida de 40 migrantes, tanto el exterior de este recinto como la zona exterior del acceso a funcionarios del estacionamiento de la Presidencia Municipal, mantienen la presencia de un numeroso contingente de migrantes.
Bajo los rayos de un sol que empiezan a crecer lentamente en intensidad con el paso de los días, los migrantes se mantienen en ese lugar que ahora es motivo de una constante presencia de medios nacionales e internacionales, frente al enrejado donde lucen carteles con todo tipo de consignas exigiendo justicia y comprensión para su condición de paso.
Apretujados bajo la sombra de una carpa, reunidos en pequeños grupos en plena banqueta, resguardados en tiendas de campaña, o sentados y distribuidos entre las jardineras, los ahí presentes son constantemente abordados por cámaras y micrófonos, sin faltar la presencia de abogados de diferentes despachos que se ofrecen para la representación legal de familiares y deudos de las víctimas del incendio.
En un afán de mantener lo más limpio posible el lugar, varios de los migrantes se turnan en labores conjuntas con empleados de limpia municipal para barrer y recoger los desperdicios, en una labor que se ve dificultada por la presencia del viento.
Una de las activistas ahí presentes es abordada por un migrante que se queja de la cantidad de desperdicio que inunda los improvisados sanitarios del lugar, que se ven obligados a limpiar para que la maquinaria haga su labor de absorción de los desperdicios líquidos.
Ella suspende momentáneamente la entrevista que está ofreciendo, mientras promete interceder para buscar una solución al problema.
El ir y venir de personas provenientes de Venezuela, Colombia, Guatemala y otras regiones de centro y Sudamérica es constante, con el cruce continuo y recurrente de personas por la vialidad que divide las instalaciones del INM de la Presidencia Municipal de Juárez.
Esto los lleva a momentos a tener ciertos roces con los automovilistas que se ven obligados a esperar a que se despeje la calle lo suficiente para cruzar, no sin lanzar ciertas invectivas a quienes sienten que les impiden demás el paso.
En un ángulo que forman los muros exteriores en la esquina norte del estacionamiento de Presidencia Municipal, una madre migrante se apresta a bañar en plena banqueta a un pequeño de muy escasa edad que llora ante la sensación de frío que le ocasiona el jicarazo de agua.
La situación motiva risas y el intercambio de algunas bromas entre los migrantes presentes.
“¿Está fría el agua?”, le pregunta al menor un hombre de acento venezolano y tono grave, recibiendo como respuestas un tiritante y sollozante “sí”.
En otro punto del lugar un diligente joven de ágiles manos y actitud festiva se encarga de cortar el pelo, mediante un módico cobro, a un hombre de crespa y negra cabellera que yace sentado sobre un improvisado banco en plena banqueta. A un costado de este, una corta fila de pacientes migrantes espera su turno.
La atmósfera imperante en el lugar pasaría por ser solo un improvisado y apacible punto de espera, con ciertos toques bucólicos, si no fuera por la gran cantidad de carteles adosados a la reja exterior del clausurado centro migratorio, donde los reclamos, las exigencias de justicia y las peticiones de comprensión, lucen como un constante recordatorio de lo que ahí ocurrió.
Al fondo, tras el enrejado, un solitario elemento del Ejército hace guardia, recortado por el sol al frente de las ennegrecidas paredes de lo que fue el acceso principal de las instalaciones migratoria.
Todo el conjunto luciendo como doloroso y triste recordatorio de lo ocurrido apenas una semana antes, que nunca debió ser, y que jamás deberá repetirse.
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