Escasos maestros en la UACJ tienen formación de enseñadores, la mayoría están en ese puesto por la meritocracia, amigocracia o la lambisconecracia.
Luis Miguel Hernández era uno de esos pocos que hacían la diferencia. Allá por el 2004 o no sé si fue antes, me tocó una de sus asignaturas, luego un verano, era de los pocos que se aprendía tu nombre, porque ha de saber amable lector, que el pretexto para saber el nombre del alumno es “tengo más de 4 grupos y no me aprendo los nombres”.
No, lo que pasa es que un maestro que avienta un soliloquio le vale madres lo demás, solo necesita ser admirado y únicamente importa él.
En la maestría, a un doctor (con incontables publicaciones, congresos, menciones) tenía solo cuatro alumnos, al tercer mes le pregunté que si sabía el nombre de la compañera –la única mujer–; la respuesta fue negativa. ¡Ah! Pero su clase estaba colmada de hombres brillantes que habían cambiado el curso de la filosofía y el guango ese no se pudo aprender cuatro miserables nombres.
Me gustaba que para el maestro Luis Miguel yo no era una matrícula más, siempre te llamaba por el nombre, y lo hacía de manera formal, era un hombre muy propio, nunca lo oí decir una majadería, al menos conmigo no. Era muy grato platicar con él porque en apenas dos minutos de encuentro siempre tenía algo interesante que comentar, y te preguntaba cosas como si supieras, nunca miraba a los alumnos hacia abajo.
Lo anterior viene a colación porque veo constantemente este racismo académico en donde los profesores apenas cruzan una palabra con los alumnos, no se mezclan, pintan una raya muy simbólica entre el que sabe y el que no sabe.
Frecuentemente hay problemas de maltrato de los “doctores” hacia los que les hacen posible la administración a la universidad, lo sé de buena fuente. Los doctores se sienten los hijos de AMLO, se escudan en un papel que dice que es doctor y se olvidan de las máximas del buen trato y el respeto.
Por la simpatía que le tenía al maestro Luis Miguel, algún día llegué y le chismeé que un conductor de televisión había dicho que a Luis Miguel Hernández le apodaban “el llorón”, no supe a qué situación se refería, o con qué argumentaba el sobrenombre, pero sí alcancé a oír el descrédito en tono de sorna, de burla, lo cual me pareció un desacierto primero para el conductor, porque se rebajó a ventilar cuestiones personales en un medio de comunicación y segundo, porque estaba insultando a un catedrático que se había ganado el respeto de sus alumnos.
El maestro de forma muy educada, sin ningún sobresalto, no se le movió ni un pelo, con su lenguaje corporal inalterable, estoicamente dijo una frase lapidaria: “ese conductor sus razones tendrá”. Luego me sonrió en señal de simpatía y me palmeó el hombro.
Jamás se volvió a tocar el tema y no hubo más agregados, el maestro vivía con calma. Nunca obtuve un 10 en las asignaturas que yo tomé con él, de hecho nunca saqué una beca y no era mi interés y si parece ridículo, jamás revisé una boleta de calificaciones. Lo importante era acreditar y hacerlo con mis propios méritos. En este tenor el maestro era un hombre exigente y aquel día no lo olvidaré: me subí al templete a exponer un tema, me hizo un par de preguntas, mismas que contesté mal o a medias, entonces, sin sobresaltos y sin la voz engolada, me pidió que estudiara más y que me vería la próxima semana.
Obviamente a mí se me cayó la cara de vergüenza, sin embargo, aquello hubiera sido peor si esa cátedra la hubiera ofrecido alguno de esos maestros omnímodos que les encanta humillar a los alumnos –nombres hay muchos, unos, hasta políticos son–.
Descanse en paz, maestro Luis Miguel Hernández.
Por lo anterior dicho, mando a la familia del maestro el mejor de mis abrazos y deseo pronta resignación. Vuele alto, maestro.
Hernández es de los pocos docentes que me hicieron feliz en una clase, aprendí con gusto y sin imposiciones en mi paso por la licenciatura en Derecho, de la cual soy egresado.
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