El proceso electoral de 2021 en Sinaloa es señalado como ejemplo de la mayor intromisión del “narco” en el ejercicio de la democracia en México. Incontables textos periodísticos han dado forma a la idea de que el “cártel” asentado en la región secuestró a operadores y candidatos del PRI la víspera de la jornada, y a partir de ello, académicos y analistas han sancionado que el país vive una “narcodemocracia”. El proceso culminó con el triunfo del actual gobernador, Ruben Rocha, cuya ventaja de 24 puntos sobre su contendiente de la alianza PRI-PAN-PRD puede, para quien quiera creerlo, sustentar la idea de una alianza de Morena con uno de los grupos del crimen organizado. Como narrativa sin duda funciona, pero una lectura detenida de lo publicado -esencialmente testimoniales- empobrece cualquier juicio que se presuma serio, y abona en todo caso al mito de que “los narcos”, y nada más, reconfiguran el status quo.
Esa concepción no se construye solo por lo que ocurre en Sinaloa. Antes y después, las amenazas, la privación ilegal de la libertad y el asesinato de políticos en campaña o dentro de la burocracia, se cuentan por decenas. En la adjudicación automática que se hace a “los cárteles de la droga”, sin embargo, se pierde deliberadamente el rastro que conduzca a quienes ordenan buena parte de los atentados. El organigrama criminal incluye lo mismo a autoridades que a hombres de empresa, cuyos intereses se sostienen en gran medida sobre los sistemas de corrupción institucional, algo que suele dejarse fuera de casi toda narrativa, lo que de alguna manera resulta conveniente. Estos días, en los que se ha informado sobre el “levantamiento” en Culiacán de 66 personas -una tercera parte infantes- el presidente Andrés Manuel López Obrador ha zanjado el tema al decir que se trata de un “enfrentamiento entre dos bandas”.
Las declaraciones del presidente suelen ser particularmente lacónicas cada que aborda el tema criminal. En todo caso, el contexto que ofrece es un recuento de lo hecho por sus antecesores, una mezcla de exterminio y descomposición orgánica que según él ha superado, y para demostrarlo ofrece los indicadores a la baja en rubros como el homicidio. López Obrador ha evitado ahondar en otros planos que explicarían mejor el estado de las cosas o apuntar hacia otros actores que no sean Felipe Calderón o su ex secretario de seguridad Genaro García Luna. Para el caso concreto de Sinaloa, o entidades bajo Gobiernos de su movimiento como Michoacán o Guerrero, si bien omite aludir por nombre a grupos delictivos, la laxitud de sus declaraciones termina por robustecer la idea de que “los cárteles” hacen y deshacen a su antojo y están metidos de lleno en el proceso electoral.
¿Cuáles son esas bandas? ¿Por qué pelean? El presidente no entra en detalles. En Culiacán, los periodistas arman el rompecabezas a partir de un hecho sucedido previo los “levantones”. En la sierra de Badiraguato se hallaron tres cadáveres, dos de ellos decapitados, y una camioneta reducida por las llamas. Al lado, una cartulina explica de manera críptica el triple homicidio. Quien ordena la ejecución, dicen los periodistas, ha sido Aureliano Guzmán Loera, apodado el Guano, uno de los hermanos de Joaquín Guzmán. Las víctimas pertenecen al grupo de Los Chapitos, los sobrinos con quienes “disputa” el liderazgo en la región. ¿Los hechos son realmente tal y como sugiere el mensaje? ¿La secuencia operativa para llevarse a familias enteras fue una reacción al triple asesinato? Nadie lo sabe y por lo tanto se conjetura.
El mismo viernes, a horas de conocerse la privación ilegal de todas estas personas, el gobernador Rocha formuló una declaración que, más allá de nutrir la percepción de que en la entidad no hay poder superior al del narco, exhibe la misma naturaleza distendida del discurso del presidente: “Lamentablemente estas cosas ocurren”, dijo. Las horas posteriores las mujeres y niños fueron liberados, lo mismo que algunos varones. El lunes temprano solo quedaban ocho en cautiverio, mientras mil 800 soldados patrullaban la ciudad y sus alrededores, guiados por supuestos servicios de inteligencia. En el ínter se dio un enfrentamiento con una célula delictiva. Un militar murió y otro resultó herido. No existe información adicional que permita conocer lo que realmente sucede. Sinaloa no es el epicentro del horror. Existen muchas otras zonas del país cuya condición criminal es agobiante. Pero se trata de una entidad en la que la idea de la democracia es cuestionada por sucesos como estos.
Xóchitl Gálvez, que tiene la inseguridad como tema central de su campaña, aprovechó el episodio. Atacó primero el discurso de Rocha [“Quieren que se normalice la violencia, que la gente aprenda a vivir con violencia”]. Centró después la ofensiva en la política de seguridad. [“No veo cómo el presidente pueda seguir negando la realidad], y terminó por fustigar a Sheinbaum [“La candidata de Morena diciendo que México está mejor que nunca”]. Si ella es capaz de comprender la complejidad de la violencia criminal o no, es punto y a parte. En sus declaraciones es imposible no ver el oportunismo barato y por lo tanto es irrelevante lo que dice, más allá de las simpatías que pueda lograr. Caso contrario es la propia Sheinbaum, que al menos sostiene que los hechos no se corresponden con ninguna intromisión electoral o política. Sin embargo, se mantiene en la línea argumentativa de López Obrador. “Ustedes saben que todos los índices delictivos a nivel nacional están bajando”, dijo a periodistas que la cuestionaron sobre el levantamiento masivo en Culiacán.
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